El amanecer llega frío, gris.
 Elías revisa el vehículo, ajusta una mochila, se prepara para continuar el viaje. Valentina, sentada en silencio, lo observa con el estómago revuelto. No ha dormido. La frase del correo retumba en su cabeza:
 “No confíes en Duarte.”
Cuando él se acerca, su voz suena más seca de lo habitual.
 —Debemos movernos antes de que salga el sol. Eclipse puede rastrear el satélite militar que usé anoche.
 —¿Y por qué usaste algo militar si ya no eres parte de ellos? —pregunta ella con frialdad.
Elías se detiene.
 —Porque aún tengo contactos.
 —¿O porque sigues trabajando para ellos?
Él la mira, sorprendido.
 —¿Qué estás diciendo?
 —Recibí un mensaje anoche. Alguien me advirtió que no confiara en ti. Y si eres tan inocente, ¿por qué sabes tanto? ¿Por qué apareciste justo cuando me llamaron?
Elías da un paso atrás. Su mandíbula se tensa.
 —¿Qué hiciste, Valentina?
 —Contacté a mi hermano.
 —¡No! —grita él, golpeando el capó del vehículo—. ¿Cuándo? ¿Cómo?
 —Anoche.
Elías cierra los ojos.
 —Nos encontraron.
El rugido de motores rompe el silencio. Tres camionetas negras emergen del bosque, levantando polvo. Los logos de Eclipse brillan en los costados.
—¡Adentro! —grita él, empujándola hacia el vehículo.
Las balas comienzan a reventar el suelo. Elías acelera, girando bruscamente hacia un camino secundario. El parabrisas se astilla. Valentina se aferra al asiento, el corazón desbocado.
—¿Cómo supieron dónde estábamos? —pregunta entre gritos.
 —Porque alguien rastreó tu señal. Ese correo era una trampa.
 —¡Me mentiste desde el principio!
 —¡Te salvé la vida!
El motor ruge. Una de las camionetas los alcanza. Un disparo atraviesa la puerta del conductor. Elías se inclina, saca su arma y dispara hacia atrás. El vehículo enemigo se desvía y cae por un barranco.
Atraviesan una curva y se internan en una zona de túneles mineros abandonados. El ruido de los motores se pierde en el eco metálico. Elías detiene el vehículo.
—Tenemos que separarnos —dice.
 —¿Qué? ¡Ni hablar!
 —Es la única forma. Si siguen mi rastro, tú podrás escapar por el otro lado del túnel.
Valentina siente que algo se rompe dentro de ella.
 —No confío en ti —susurra.
 Elías la mira. Sus ojos ya no son de acero; hay cansancio, tristeza, algo más profundo.
 —No necesito que confíes en mí. Solo que sobrevivas.
Le entrega un pequeño dispositivo: un pendrive metálico con el símbolo del eclipse grabado.
 —Ahí dentro está lo que todos buscan. Si caigo, tú deberás exponerlo.
 —¿Qué es esto?
 —La verdad —responde—. Y la razón por la que no puedo volver atrás.
Antes de que Valentina responda, un sonido los interrumpe: pasos en la oscuridad.
 Voces.
 Eclipse ha entrado al túnel.
Elías toma su arma y se lanza hacia la penumbra.
 —¡Corre, Valentina! ¡Corre!
Ella duda un segundo… pero lo hace.
 El túnel retumba con disparos. El eco parece infinito.
Cuando alcanza la salida, se detiene y mira atrás. El ruido cesa.
 Silencio.
 Solo el humo y el olor a pólvora llenan el aire.
—Elías… —susurra.
A lo lejos, una figura se arrastra entre el polvo. Es él. Herido, cubierto de sangre.
 Pero antes de que pueda acercarse, otro hombre emerge de la sombra: alto, traje oscuro, rostro familiar.
Valentina siente que el mundo se detiene.
 —Tomás…
Su hermano apunta un arma hacia Elías.
—Lo siento, Vale —dice con voz temblorosa—. No todo es lo que parece.
Un disparo rompe el aire.
Y el túnel se hunde en el caos.