Las alarmas ululan como sirenas enloquecidas.
 La base vibra con las explosiones que retumban en las paredes. Valentina forcejea contra las correas de la camilla; la hebilla metálica se parte con un chasquido seco. Se arranca los cables del brazo, se incorpora tambaleando.
Fuera, el pasillo arde bajo luces rojas.
 Un grupo de guardias corre hacia la zona norte. Ella aprovecha el caos, toma un arma caída y se lanza en dirección contraria.
 La base se ha convertido en un laberinto de humo y acero.
A lo lejos, entre el estruendo, se oyen disparos más pesados.
 Valentina dobla una esquina y se detiene. Una puerta se abre de golpe: aparece Elías, cubierto de polvo, con un corte sangrante en la frente.
 Durante un segundo, ninguno puede moverse.
—Pensé que estabas muerta —dice él, con la voz ronca.
 —Yo también pensé lo mismo de ti —responde ella, jadeando.
Se miran. Luego, sin pensarlo, se abrazan.
 El tiempo se detiene por un parpadeo: dos cuerpos que no deberían seguir vivos, aferrados al único refugio que les queda.
Elías se separa apenas.
 —Tenemos que sacar a tu hermano. Está en el nivel inferior.
 —Lo vi —dice ella—. Está conectado a su máquina.
Él asiente.
 —Entonces hay que destruirla. Todo el proyecto.
Avanzan juntos por los corredores, cubriéndose con fuego cruzado. Los guardias caen uno a uno; el humo lo envuelve todo.
 Elías introduce un código en el panel principal.
 —Necesito cinco minutos para activar la sobrecarga.
 —Tienes tres —contesta Valentina, vigilando la puerta.
Una bala impacta cerca de su hombro.
 Elías termina de teclear. El sistema empieza a vibrar; un contador digital aparece en pantalla: 04:59… 04:58…
Corren hacia la sala criogénica.
 Tomás sigue flotando en la cápsula, pálido, ajeno al infierno que los rodea.
 Valentina rompe el panel con el arma y desconecta los tubos.
 El líquido se derrama, y su hermano cae entre sus brazos, tosiendo.
—Vale… —murmura débilmente—. Yo no quería…
 —Shh, ya. Te tengo.
Elías cubre la retirada. Mara Lenz aparece en el umbral, empuñando un rifle.
 —No pueden detenerlo. Eclipse renacerá en otro lugar —grita.
Elías apunta.
 —Tal vez, pero no hoy.
Ambos disparan al mismo tiempo.
 Mara cae. Elías también se tambalea, una mancha roja extendiéndose en su costado.
—¡Elías! —grita Valentina.
 Él se apoya contra la pared, sonriendo con dificultad.
 —Váyanse. El sistema explotará en un minuto.
Valentina lo sostiene.
 —No te dejo aquí.
 —No hay tiempo. Llévalo tú. Termina lo que empezamos.
Ella sacude la cabeza, lágrimas y polvo en el rostro.
 —Si tú te quedas, yo también.
Los segundos caen como gotas de plomo.
 Elías toma su mano y la coloca sobre el disparador del control remoto.
 —Hazlo por los dos.
El conteo llega a 00:10.
 Ella pulsa.
Una onda de luz recorre la base. Las Islas Negras se iluminan como un sol moribundo.
Horas después, el mar está en calma.
 Un bote de rescate se aleja del humo. Tomás, semiinconsciente, reposa cubierto con una manta.
 Valentina mira el horizonte gris.
Entre las olas, una sombra se mueve, un cuerpo que la corriente arrastra lentamente hacia la costa.
 Ella se pone de pie, el corazón a punto de romperse.
—Elías…
La lancha se detiene. Valentina se lanza al agua sin pensarlo.
 El frío la golpea como un cuchillo, pero sigue nadando.
 Cuando alcanza la figura, sus manos tocan carne tibia.
Él abre los ojos, apenas.
 —Sabía que no te irías sin mí —susurra, sonriendo débilmente.
Valentina lo abraza con fuerza mientras el cielo vuelve a abrirse sobre ellos.
 Por primera vez, la tormenta no da miedo.
Muy lejos, en algún lugar de la red, una luz azul parpadea.
 Un archivo sobrevivió a la explosión.
 El símbolo del eclipse vuelve a brillar.
La historia aún no termina.