El amanecer no había llegado aún, pero la ciudad vibraba con un pulso extraño, como si se preparara para algo grande. Emily y Tyler se habían movido sin descanso después de lo ocurrido bajo el puente, siguiendo las pistas que el medallón les susurraba en destellos rojos apagados.
El rastro los condujo hasta un barrio olvidado, lleno de edificios industriales en ruinas. Entre naves oxidadas y almacenes vacíos, había una entrada discreta iluminada por un solo neón púrpura. La palabra “Velo” parpadeaba en letras torcidas, como si se burlara de los ojos curiosos.
Emily frunció el ceño.
—No puedo creer que siga existiendo.
—¿Qué lugar es este? —preguntó Tyler, ajustándose la chaqueta para ocultar las marcas que aún ardían en su piel.
—El Club del Velo. —La voz de Emily estaba cargada de tensión y memoria—. Un refugio para todo lo que la sociedad no quiere ver. Vampiros, brujas, licántropos, cambiaformas… todos los que no tienen un sitio en el mundo humano, lo encuentran aquí.
Tyler arqueó una ceja. —Suena como un zoológico muy elegante.
Ella lo miró de reojo. —O como un cementerio con música.
Un guardia los esperaba en la entrada. Era enorme, con la piel grisácea y los ojos de un amarillo enfermizo. No hizo preguntas; solo dejó que sus pupilas se iluminaran al ver a Emily. Reconoció lo que era.
—Bienvenida de vuelta —gruñó, su voz como grava deslizándose—. Han pasado… siglos.
Emily no respondió. Simplemente pasó, arrastrando a Tyler consigo.
Dentro, el aire era espeso con humo y perfumes demasiado dulces. Luces rojas bañaban paredes cubiertas de terciopelo gastado, y una música densa, con tambores y cuerdas disonantes, se mezclaba con murmullos y risas de distintas naturalezas.
Tyler se detuvo. Lo que vio lo dejó sin palabras.
Una mujer de piel azulada bebía sangre de una copa como si fuera vino. Un hombre con colmillos lupinos apostaba en una mesa de cartas con un brujo de túnica negra. Al fondo, un grupo de criaturas sin rostro bailaban con movimientos hipnóticos.
—Bienvenido al infierno con servicio de bar —murmuró Emily, con una sonrisa amarga.
Tyler tragó saliva.
—Y yo que pensaba que el bar de mi barrio era raro.
Emily avanzó con paso firme, aunque por dentro cada fibra de su cuerpo estaba alerta. Este lugar siempre había sido un punto de encuentro, pero también un nido de secretos peligrosos. Y si había un sitio donde podrían conseguir respuestas sobre el medallón y las marcas de Tyler, era aquí.
Se dirigieron hacia el centro, donde una mujer los esperaba en un trono de madera oscura. Su piel era pálida como la nieve, y su cabello negro caía en ondas perfectas sobre sus hombros. Sus ojos dorados no pestañearon al posarse en Emily.
—Vaya, vaya… —dijo la mujer, con voz sedosa como veneno disfrazado de miel—. La detective inmortal regresa a mi territorio.
Emily se tensó. —Isolde.
La reina del Club sonrió, mostrando colmillos largos y finos.
—Pensé que ya habías jurado no volver. ¿Qué te trae aquí? ¿O debería preguntar… quién? —sus ojos se deslizaron hacia Tyler.
Él intentó mantener la calma, pero la sensación de ser diseccionado por aquella mirada lo hizo erizarse.
—Necesitamos información —dijo Emily, sin rodeos—. Un medallón, símbolos antiguos, rituales de vínculo.
El salón entero pareció callar al escuchar esas palabras. Algunos rostros se giraron hacia ellos. Otros se ocultaron.
Isolde rió suavemente, un eco que heló el ambiente.
—Oh, Emily… siempre tan directa. Pero lo que pides no es un simple dato. Es conocimiento prohibido. Conocimiento que tiene un precio.
—Lo pagaré. —Emily cruzó los brazos, firme.
Isolde ladeó la cabeza, observándola como si midiera hasta dónde podía tensar la cuerda. Luego sonrió más ampliamente.
—Muy bien. Pero no quiero dinero, ni favores. Quiero que me traigas algo.
Emily frunció el ceño. —¿Qué cosa?
Isolde se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando como brasas.
—Una reliquia perdida. El corazón de obsidiana.
El murmullo en la sala se hizo ensordecedor. Algunos retrocedieron, otros se persignaron con gestos supersticiosos.
Emily apretó los puños. —Sabes lo que me estás pidiendo.
—Exacto. —Isolde sonrió aún más—. Y sabes que es el único precio aceptable.
Tyler miró a Emily, desconcertado.
—¿Qué demonios es el corazón de obsidiana?
Emily no respondió de inmediato. Sus ojos, sin embargo, hablaban por ella: terror, furia y una chispa de desafío.
Finalmente murmuró, apenas audible:
—Es un artefacto que jamás debió existir. Una pieza que puede abrir o destruir cualquier vínculo. Incluido el nuestro.
Emily clavó los ojos en Isolde, tan fría como la misma obsidiana que mencionaba.
—Sabes perfectamente que el Corazón no es un juego. Nadie lo ha visto en siglos, y menos aún ha sobrevivido a tocarlo.
Isolde sonrió con calma. —Por eso confío en ti. Si alguien puede traerlo, eres tú.
Emily se acercó un paso al trono, ignorando el murmullo que se levantó a su alrededor.
—No me muevo por caprichos de una reina de bar.
Los colmillos de Isolde brillaron cuando dejó escapar una risa breve.
—Y sin embargo, aquí estás, pidiendo mis secretos. Si quieres respuestas, si quieres salvar a tu… humano, pagarás el precio.
El ambiente se congeló. Todos los presentes fijaron la mirada en Tyler, quien sintió que el suelo se volvía más frágil bajo sus pies.
—No soy un humano cualquiera —dijo de pronto, su voz más firme de lo que él mismo esperaba.
El silencio que siguió fue absoluto.
Los ojos dorados de Isolde se entrecerraron, estudiándolo con renovado interés.
—Oh, qué interesante… —susurró—. Tal vez el medallón no se equivocó al elegirte.
Emily retrocedió, con el cuerpo tenso como un arco a punto de romperse.
—No lo involucres.
—¿Acaso puedes evitarlo? —Isolde se reclinó en su trono, triunfante—. El Corazón de Obsidiana y él están conectados. Lo notas, ¿verdad? El símbolo marcado en su piel es la llave. Y lo que late en su interior… es la cerradura.