En la sala de estar, el polvo danzaba en espirales perezosas, y Mara sintió un cosquilleo en la piel, como si ojos invisibles la desollaran capa a capa. Su linterna barrió la habitación, deteniéndose en un retrato colgado torcido sobre la chimenea apagada. Era una mujer joven, de cabello oscuro y rasgos finos... idénticos a los suyos. Pero la expresión: oh, Dios, esa expresión macabra. Labios curvados en una sonrisa que no llegaba a los ojos —ojos hundidos en cuencas de sombra, brillando con un hambre voraz—. El vestido de la figura estaba salpicado de manchas oscuras, como sangre seca que aún parecía húmeda al tacto.
Mara extendió la mano, hipnotizada, y el marco crujió bajo sus dedos, como si el lienzo respirara. Los susurros se volvieron urgentes: No mires... o mírate... Retrocedió, pero el aire se enfrió abruptamente, condensando su aliento en nubes blancas que se retorcían como gusanos. Una figura se materializó en la penumbra: translúcida al principio, luego sólida, flotando a centímetros del suelo. Era la mujer del retrato, pero viva —o algo peor—. Su piel era cenicienta, venas negras ramificándose como raíces bajo la superficie, y sus ojos, pozos sin fondo, devoraban la luz.
"No perteneces aquí", siseó la figura, su voz un viento que le arañó la garganta. "Pero ya es tarde. Los susurros te han marcado." Mara jadeó, el terror paralizándola mientras la entidad se acercaba, extendiendo dedos huesudos que olían a tierra fresca de tumba. La amenaza colgaba en el aire como una soga: Únete... o desgarra tu eco.