El suelo bajo los pies de Mara se astilló con un chasquido voraz, como mandíbulas de madera abriéndose. La trampilla cedió sin aviso, y cayó en la oscuridad absoluta del sótano, un pozo helado que le robó el aliento. Aterrizó en un colchón de polvo y huesos crujientes —no, no huesos, se dijo, pero el crujido la traicionaba—. El frío era un cuchillo en los pulmones, y los susurros ahora rugían desde todas partes: Bienvenida... hogar...
Temblando, encendió la linterna, que iluminó un círculo de espejos antiguos, sus superficies empañadas como aliento de difuntos. Cada uno reflejaba no su rostro, sino distorsiones: su infancia con ojos vacíos, su risa convertida en un grito mudo, su cuerpo pudriéndose en tiempo real, la piel agrietándose en venas que sangraban tinta negra. Tocó uno, y el vidrio vibró, liberando un grito atrapado —agudo, infantil, multiplicado en un coro que le perforó los oídos—. Las sombras en los rincones se estiraron, lamiendo sus tobillos con lenguas frías, y Mara sintió el pulso de la casa: vivo, hambriento, sincronizado con el suyo.
Retrocedió, tropezando con fragmentos que cortaban como dientes, y los susurros se volvieron personales: Corre... quédate... devórame... El terror la ahogaba, un nudo de pánico puro que le hacía dudar si era su voz la que gemía en la oscuridad.