La curiosidad ganó al amanecer, cuando el sol se filtraba rosado y traicionero, pintando la casa abandonada con sombras que se estiraban como tentáculos. Emma cruzó la calle con una linterna en el bolsillo y una excusa endeble —solo para confirmar que es inofensiva—, pero su pulso traicionaba la mentira, latiendo en las sienes como un tambor de ejecución infantil. La verja de hierro forjado cedió con un gemido oxidado, enredaderas marchitas arañando sus jeans como uñas pequeñas y desesperadas. Empujó la puerta principal, y el interior la golpeó como un aliento rancio: aire viciado, cargado de polvo que danzaba en espirales perezosas y un olor a leche agria, como si fantasmas de niños hubieran dejado sus biberones a fermentar en rincones olvidados. El suelo crujió bajo sus botas, cada paso un eco de pisadas menudas que la seguían, invisibles pero presentes.
Subió las escaleras, peldaños que gemían como bisagras de ataúdes, y la tensión se enroscó en su pecho como alambre de púas, clavándose con cada aliento. Flashback: su propia infancia en Hollow Creek, jugando con muñecas que "hablaban" en sueños febriles, y su madre susurrando: "No mires las ventanas de noche, o te llevarán". En la buhardilla, la puerta se abrió sola con un suspiro húmedo, revelando un espacio atestado de reliquias mohosas: baúles con bisagras rotas, telarañas que palpitaban como venas vivas, y allí, en el alféizar de la ventana, la muñeca. Emma se acercó, el aliento empañando el vidrio sucio, y entonces... se movió. Un parpadeo sutil: los ojos de botón giraron con un clic audible, enfocándola como cañones diminutos, y un susurro brotó del aire quieto, como voces de coro lejano filtrándose de la porcelana: Juega... conmigo... mamá...
El miedo la clavó en el sitio, un nudo en la garganta que sabía a bilis y caramelos rancios. Retrocedió, tropezando con un baúl que se abrió solo, revelando fotos descoloridas de niños con sonrisas idénticas a la de la muñeca —rostros pálidos, ojos hundidos, desaparecidos en Halloweens pasados—. La puerta de la buhardilla se cerró con un chasquido suave, como un beso traicionero, y el picor en su piel se intensificó: arañazos invisibles, como manitas explorando su carne desde dentro. "Solo imaginación", jadeó, pero el susurro creció, un gorgoteo húmedo que olía a tierra de fosa: Quédate... o llévame...