Sombras eternas:cuatro relatos de terror en Hollow Creek.

Capítulo 9:Giro final

Con un arrebato de furia desesperada —o supervivencia primal— Emma lanzó la muñeca por la ventana rota, el vidrio estallando en una lluvia de estrellas afiladas que le cortaron las mejillas en surcos sangrientos, y la porcelana de la muñeca crujió al impactar, resquebrajándose en un sonido que reverberó en su cráneo como un parto de astillas. Las sombras se disiparon con un aullido colectivo, agudo y múltiple como un parto invertido, las voces menguando a un susurro final que se clavó en su mente: Volveremos... a jugar... en tu casa... nuestra porcelana te romperá desde dentro. Corrió escaleras abajo, la casa exhalando un suspiro de alivio —o de sorna burlona—, peldaños que ahora se hundían como trampas blandas bajo sus pies, crujiendo como si la madera misma fuera porcelana podrida. Salió a la noche, el aire fresco golpeándola como una bofetada, el corazón martilleando victoria amarga mientras la sangre de sus cortes goteaba en el sendero, formando charcos que brillaban con un fulgor plateado bajo la luna, y de ellos, juró oír un crujido sutil, como grietas formándose.

Pero al amanecer, cuando el sol se coló perezoso entre las nubes grises, Emma la encontró en su propio jardín: la muñeca de porcelana, intacta pero con una grieta nueva en la mejilla que sangraba un fluido lechoso, sentada en el porche con piernas cruzadas como una niña traviesa, ojos de botón fijos en su puerta con esa mirada que ahora parecía acusadora, y un crujido leve emanando de su torso, como si respirara. Un hilillo de encaje colgaba de su boca diminuta, manchado de rojo fresco —su sangre de los arañazos, o peor, la de los niños atrapados—, y al tocarla, Emma sintió el frío de la porcelana filtrarse en su palma, crujiendo contra su piel como si intentara fusionarse. Los susurros regresaron, ahora desde su propia ventana, filtrándose de las cortinas como si la casa entera conspirara: Juega... eternamente... mamá... siente cómo crecemos.

En la escuela esa tarde, sus alumnos la miraron con ojos demasiado grandes, sus risas un eco del coro nocturno, y uno —un niño de cinco años con botón en la solapa— le susurró al oído: —¿Trajiste a tu muñeca? Queremos jugar... y crujir. —La piel de Emma picaba, y al mirarse en el espejo del baño del colegio, vio grietas finas en sus mejillas, como porcelana bajo presión. La maldición de Halloween en Hollow Creek no se rompía; solo se mudaba, enroscándose en las grietas del alma de Emma, y cada noche, desde su cama, oía manitas de porcelana arañando su vientre desde dentro. Libéranos... o sé nuestra nueva piel... crujiremos juntas. La muñeca, en el armario ahora, parpadeaba en la oscuridad con ojos que giraban solos, sus grietas abriéndose como bocas hambrientas, esperando el próximo amanecer para romperla y recomponerse en ella.




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