Sombras eternas:cuatro relatos de terror en Hollow Creek.

Historia 3: El huésped de medianoche noche.

Capítulo 10:

La carretera serpenteaba a través de la niebla como una vena expuesta en la piel del mundo, y Jack Harlan, un vendedor de seguros con el alma hecha jirones por deudas y divorcios fallidos, maldecía cada kilómetro que lo alejaba de la civilización. Eran las 23:45 cuando el letrero oxidado de "El Refugio Nocturno" emergió de la bruma como un fantasma borroso, un hotel art déco olvidado en las afueras de Hollow Creek. El pueblo, con sus casas encorvadas y faroles que parpadeaban como ojos febriles, parecía susurrar advertencias que el viento ahogaba. Jack apagó el motor de su sedán destartalado, el silencio cayendo sobre él como una losa. "Solo una noche", se dijo, ignorando el escalofrío que le subió por la espina dorsal, un presentimiento que olía a ozono y promesas rotas.

Entró al lobby arrastrando su maleta raída, el aire viciado golpeándolo como un puñetazo: un hedor sutil a tabaco rancio mezclado con perfume barato de hace un siglo, como si el lugar exhalara los últimos alientos de sus huéspedes perdidos. El recepcionista, un hombre enclenque con piel cenicienta y ojos acuosos que no parpadeaban, levantó la vista de un registro amarillento. Sus dedos, nudosos como raíces expuestas, tamborileaban sobre el mostrador con un ritmo irregular, como un corazón descompasado. —Habitación 13. Última disponible —graznó, deslizando una llave de latón oxidada que pesaba como un grillete. Jack rio, un sonido forzado que rebotó en las paredes empapeladas con motivos florales desvaídos, ahora manchados de sombras que parecían retorcerse. —No salga después de las doce, señor Harlan. El huésped de medianoche... no tolera interrupciones.

Jack tomó la llave, el metal frío quemándole la palma, y preguntó por el hombre que acababa de desvanecerse tras el mostrador como humo disipándose. —¿Dónde...? —Pero el lobby estaba vacío, solo el tictac de un reloj de pared detenido en las 00:00, sus manecillas congeladas en un eterno umbral. El miedo se coló sutil, un cosquilleo en la nuca como dedos invisibles rozando su cabello. Subió las escaleras crujientes, cada peldaño gimiendo bajo su peso como un lamento ahogado, y el pasillo superior se extendió ante él: puertas numeradas que se perdían en la penumbra, con pomos que brillaban con un fulgor enfermizo. La curiosidad picaba, esa vieja compañera que lo había metido en problemas —recordó a su ex, gritando en la corte por sus "viajes impulsivos"—, pero el agotamiento lo impulsó a girar la llave en la puerta 13.




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