La habitación era un relicto de pesadillas pasadas: una cama con sábanas amarillentas que olían a sudor frío y lavanda mustia, un armario entreabierto que dejaba ver perchas vacías balanceándose solas y un espejo empañado sobre el lavabo que reflejaba su rostro demacrado con un retraso sutil, como si el vidrio tardara en capturar su esencia. Jack se dejó caer en el colchón hundido, el muelle chirriando como uñas en una pizarra, y sacó su libreta de ventas —un hábito para ahuyentar demonios internos—. Pero el sueño lo eludía, reemplazado por un zumbido bajo en las paredes, como el ronroneo de un motor lejano... o un aliento contenido.
Primero fueron los pasos: lentos, arrastrados, desde la habitación contigua, la 14, según el plano descolorido en la puerta, marcada como "Ocupada". Jack se incorporó, el corazón acelerándose en un tamborileo irregular.
—¿Hola? —¿Hay alguien? —Su voz salió ronca, absorbida por el tapiz que parecía palpitar. Los pasos se detuvieron, luego reanudaron, más cercanos, como si el caminante hubiera pegado la oreja a la pared. Un golpe suave siguió: toc-toc-toc, como nudillos huesudos en madera hueca, pausado, insistente. Jack se levantó, el suelo frío calándole los calcetines, y presionó la oreja contra la pared. Nada. Solo su propia respiración, jadeante, y un susurro filtrándose del conducto de ventilación: Huésped... quédate... el ciclo te espera.
El pánico lo impulsó a rebuscar en la mesita de noche, donde encontró una libreta antigua, encuadernada en cuero agrietado como piel momificada. Las páginas crujieron al abrirse, tinta desvaída garabateando confesiones febriles: "Diario del Huésped, 1925. Llegué antes de medianoche, huyendo de deudas en la ciudad, como un tonto. El recepcionista sonrió —Dios, esa sonrisa sin dientes— y me dio la llave. Los pasos empezaron a las 00:05. Golpes en la pared, como si alguien arañara desde dentro. Mañana intentaré salir, pero las puertas... se multiplican. Él me observa en el espejo. Sus ojos son míos, pero no parpadean. No soy yo. Ayuda. Las entradas se volvían ilegibles, manchadas de lo que parecía sangre seca, culminando en un garabato: "El huésped soy yo ahora. Únete."
Jack cerró el libro de golpe, el terror erizándole la piel en un sudor frío que olía a ozono quemado y miedo primal. Flashback: su infancia en un motel similar, el padre ausente golpeando la pared por pesadillas alcohólicas. —¿Es real? —murmuró, pero los pasos regresaron, ahora en el techo, un arrastre pesado como cadenas invisibles. El espejo del baño lo llamó, su reflejo parpadeando un segundo de más: ojos hundidos, labios curvados en una sonrisa que no era suya. Bienvenido, susurró el vidrio, y Jack juró ver una silueta superpuesta, un hombre con su mandíbula, pero mejillas ahuecadas como un cadáver fresco.