El terror se enraizó como maleza. Theo enfermó: fiebres que lo hacían delirar, murmurando sobre "juegos en el otro lado" donde los niños no crecían, atrapados en un limbo de risas eternas. Lila soñaba con su reflejo escapando del vidrio, caminando por la casa con pies descalzos que no dejaban huellas, pero arrastraban cadenas invisibles. Una noche, se despertó con el sonido de uñas arañando su puerta: tic-tic-tic, como deditos de porcelana. Al abrir, el pasillo estaba vacío, pero en el espejo del fondo, vio su doble: idéntica, pero con ojos negros como los de Abigail, extendiendo la mano.
—Ven. El espejo es un portal. Tu dolor es mi hambre.
Elias investigó en la biblioteca del pueblo, páginas amarillentas susurrando la verdad: Abigail Crowe no había muerto en Salem; había huido a las colonias, maldiciendo un espejo con su sangre para atrapar almas y alimentarse de sus miedos. —Rompe el vidrio en luna llena —leyó—, pero el último que mire pagará con su rostro. Esa luna llena llegó envuelta en niebla, el aire cargado de electricidad estática. La familia se reunió en el salón, martillo en mano. Theo, pálido como un fantasma, se acercó primero, atraído por el brillo. —Quiero jugar una vez más.
El martillo cayó de las manos de Elias cuando el espejo cobró vida: el vidrio se onduló como agua negra, y de él brotaron sombras —no reflejos, sino entidades sólidas, formas de niños quemados, con piel burbujeante y ojos de botón roto—. Agarraron a Theo, sus manitas frías enroscándose en sus tobillos, tirando de él hacia el portal. —¡No! —gritó Lila, lanzándose, pero su reflejo la interceptó: una versión de sí misma, sonriendo con labios agrietados.
—Quédate. Aquí no hay divorcios, no hay pérdidas. Solo eternidad.
Elias blandió el martillo, golpeando el marco con un crujido que sonó como huesos partiéndose. El vidrio se astilló, liberando un viento huracanado que olía a fuego y podredumbre, y Abigail emergió a medias: torso superior, brazos extendidos como garras.
—¡Mi cara! —¡Dámela! —Sus uñas rasgaron el aire, clavándose en la mejilla de Elias, arrancando un trozo de carne que se disolvió en humo. Él gritó, sangre brotando, y Lila, en un arrebato, empujó a Theo lejos y hundió el puño en el vidrio roto. Cada astilla la cortó, pero el dolor era un precio: visiones la asaltaron —Abigail en la hoguera, su alma fracturándose en mil pedazos de plata, cada uno un espejo que buscaba un huésped para recomponerse—.
El espejo implosionó con un estallido que sacudió la casa, fragmentos volando como shrapnel maldito. Las sombras se disiparon en un aullido colectivo, y Abigail se desvaneció en un remolino de cenizas, sus ojos fijos en Lila: —Te veré en todos los reflejos... hermana. El silencio cayó, roto solo por los sollozos de Theo.
Días después, la familia empacó, dejando el cottage atrás. Pero la maldición no se rompió; se fragmentó. Theo ya no jugaba con juguetes; en cambio, coleccionaba vidrios rotos, susurrando a ellos como amigos invisibles. Elias vendó su cicatriz, pero en las mañanas, su rostro en el espejo del baño parecía... prestado, con una sonrisa que no era suya. Y Lila, la que había pagado el precio, evitaba todo reflejo. Pero en las ventanas empañadas, en los charcos de lluvia, en los ojos de los extraños, la veía: su doble, sonriendo con labios manchados de sangre, susurrando: Vuelve. El portal no se cierra. Solo espera. En Hollow Creek, los espejos no mienten. Solo eligen cuándo mostrar la verdad... y cuándo devorarla.