Sombras eternas:cuatro relatos de terror en Hollow Creek.

Epilogo:El susurro del pueblo

Años después —o quizás solo noches, en el tiempo distorsionado de Hollow Creek—, la niebla se arremolinaba una vez más alrededor del pueblo como un sudario tejido con hilos de almas perdidas. Mara, Emma, Jack y los Eldridge —o lo que quedaba de ellos— no habían escapado del todo. Sus ecos persistían, fragmentos de maldiciones que se filtraban en las grietas del mundo real, como raíces negras brotando bajo la tierra.

Mara, ahora una sombra de sí misma, vendía baratijas en una tienducha al borde del pueblo. El fragmento de espejo, envuelto en tela raída, colgaba de su cuello como un amuleto invertido. Cada atardecer, lo sacaba y lo miraba: su reflejo ya no era solo suyo, sino un collage de rostros —el de la figura espectral, mezclado con destellos de Lena, su amiga devorada por el eco—. Los susurros regresaban en oleadas, no solo en su mente, sino en las voces de los clientes: Vuelve a la casa... tráenos más. Ella sonreía, esa sonrisa torcida que no era suya, y el vidrio bebía una gota de su sangre diaria, hinchándose con promesas de reunificación.

Emma, por su parte, había intentado huir a la ciudad, pero la muñeca la seguía como un cachorro fiel y maldito. Aparecía en los rincones más inocentes: en la repisa de su nuevo apartamento, con ojos de botón que giraban solos; en el asiento trasero de su coche, encaje manchado de tierra fresca de tumbas infantiles. Los niños de su escuela —esos pequeños diablillos con risas demasiado agudas— la miraban ahora con curiosidad idéntica a la de la muñeca, susurrando en el recreo: Juega con nosotras, seño... eternamente. Una noche de Halloween, Emma se despertó con manitas frías enredadas en su cabello, y al mirar por la ventana, vio no una, sino docenas de muñecas en los porches del barrio: réplicas perfectas, listas para el próximo festín de almas.

Jack, el eterno viajero, nunca salió del hotel. O eso creían los lugareños, que juraban ver su silueta en la habitación 13, esperando a medianoche con un cigarrillo encendido que no consumía. Pero en realidad, el huésped había mutado: ahora era él quien entregaba llaves en el lobby, con ojos que no parpadeaban y una libreta garabateada con nombres de nuevos llegados. Cada coche que aparcaba a las 23:45 era una invitación, y el ciclo se expandía —pasillos que se extendían hasta las calles del pueblo, puertas que se abrían a buhardillas con muñecas y sótanos con espejos—. Los viajeros desaparecían, pero sus ecos se unían al coro: Quédate... huésped... devora.

Los Eldridge, rotos por el espejo de Salem, se dispersaron como fragmentos de vidrio. Elias, con su cicatriz latiendo como un tercer ojo, vendía antigüedades en el mercado, pero evitaba los espejos; en uno, vio no su rostro, sino el de Abigail, lamiendo sus quemaduras. Theo creció callado, coleccionando vidrios que hablaban en la noche, sus dibujos ahora llenos de niños quemados jugando en hogueras eternas. Y Lila, marcada para siempre, se convirtió en la guardiana involuntaria: cada reflejo la llamaba, su doble susurrando secretos de Salem —hogueras, almas fracturadas, venganzas que cruzan océanos—. Una luna llena, rompió un espejo en su nuevo apartamento, solo para ver los fragmentos recomponerse solos, Abigail riendo: Somos familia ahora. Tu sombra es mía.

Y en el corazón de Hollow Creek, donde las cuatro verjas —de la mansión, la casa victoriana, el hotel y el cottage— convergían en un cruce olvidado, la niebla se espesaba cada luna llena. Allí, las maldiciones se fundían: un susurro colectivo que nacía de los espejos rotos, las porcelanas agrietadas, los relojes detenidos y las sombras robadas. Somos el pueblo, gemían al unísono, y tú eres el siguiente hilo en el tapiz. Un nuevo curioso —quizás tú, lector, atraído por leyendas en una app olvidada— se acercaba al cruce, el teléfono vibrando con notificaciones de relatos leídos a medias. La niebla lo envolvió, y un susurro final, íntimo como un aliento en la oreja: Bienvenido a casa. Los susurros te han estado esperando.

Hollow Creek no olvida. Solo acumula. Y en la oscuridad, las sombras eternas ríen, sabiendo que el ciclo —nuestro ciclo— apenas comienza.




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