La niebla se enroscaba por las calles empedradas de Hollow Creek como un aliento fétido de la tierra misma, ocultando los contornos de las casas torcidas y los faroles que parpadeaban como ojos agonizantes. Mara Whitlock, una periodista escéptica de ciudad, pisó el acelerador de su viejo sedán, ignorando el nudo en el estómago que le advertía de lo absurdo de su viaje. Había venido por una historia: la mansión Whitmore, abandonada desde 1923, donde se rumoreaba que los susurros de los muertos guiaban a los curiosos a la locura.
El pueblo la recibió con un silencio opresivo, roto solo por el crujido de las hojas secas bajo las ruedas. Aparcó frente a la verja oxidada, que se erguía como las fauces de una bestia dormida. El aire olía a tierra húmeda y algo más... un dulzor rancio, como flores marchitas pudriéndose en un jarrón olvidado. Mara se bajó, el corazón latiéndole con una mezcla de miedo y esa curiosidad insana que la había metido en problemas antes. "Solo fotos y notas", murmuró, pero su voz se perdió en la niebla, devuelta como un eco burlón.
Empujó la verja, que gimió en protesta, y avanzó por el sendero cubierto de maleza. La mansión se alzaba ante ella: una silueta negra contra el cielo plomizo, ventanas como cuencas vacías que la observaban. La puerta principal, entreabierta, invitaba con un suspiro de viento helado. Mara tragó saliva, el pulso acelerado por el terror de lo desconocido... y la excitación de capturarlo en palabras.