El interior de la mansión era un mausoleo de polvo y sombras, donde cada paso de Mara resonaba como un latido ajeno. Encendió su linterna, pero el haz de luz se disipaba como humo, apenas rozando las paredes cubiertas de papel tapiz descolorido que parecía palpitar bajo la superficie. Retratos antiguos la flanqueaban: figuras rígidas en trajes victorianos, sus ojos pintados fijos en ella, siguiendo el vaivén de la luz con una lentitud antinatural, como si parpadearan.Avanzó por el pasillo principal, el aire espeso con un perfume a flores marchitas —rosas negras, quizás, o jazmines ahogados en su propio jugo—. Era sofocante; se le pegaba a la piel como una segunda capa húmeda. Entonces lo oyó: un susurro, tan leve que podría haber sido el viento filtrándose por las grietas. Mara... Su nombre, arrastrado como un secreto sucio, emanando de las paredes mismas.Se detuvo, el sudor helándole la nuca. "¿Hola?" Su voz salió ronca, y el eco la devolvió multiplicado, como si la casa se riera por lo bajo. La linterna titiló, iluminando un rincón donde las sombras se arremolinaban, extendiéndose como dedos curiosos que rozaban el dobladillo de su abrigo. El miedo se enroscó en su pecho, pero la curiosidad —esa maldita llama— la impulsó adelante. Los susurros crecieron, un coro bajo e indistinto: Quédate... mira... El perfume se intensificó, invadiendo su nariz, haciendo que su estómago se revolviera con náuseas dulces.