El cielo sobre Lunaris se abría en un rojo metálico, presagio de caos.
Las calles parecían normales: autos, luces, gente apurada. Pero Lyra sabía que las apariencias eran la primera forma de magia.
Los demonios habían cruzado de nuevo. Los vientos del norte olían a azufre y a guerra.
Desde la colina del viejo teatro, observó la ciudad extendida como una bestia dormida. Su amuleto, una piedra de fuego ancestral, vibró en su pecho. El Concilio de Brujas la había enviado para investigar los movimientos de los vampiros, sospechosos de aliarse con los demonios.
No esperaba encontrar a uno.
Una sombra se movió entre los reflejos del cristal. No un humano. Su presencia era demasiado perfecta, demasiado fría.
Dante emergió del humo como si el aire lo obedeciera. Su piel era pálida como la ceniza; sus ojos, un abismo carmesí que parecía entenderlo todo sin preguntar nada.
—No deberías estar aquí, bruja —murmuró con voz grave, casi un eco.
Lyra no retrocedió.
—Y tú no deberías respirar tan cerca del fuego —respondió, encendiendo el amuleto con un chasquido de dedos. El resplandor dorado cortó la oscuridad, revelando el símbolo de un dragón grabado en su cuello.
Él sonrió, un gesto tan sutil que pareció una herida.
—El fuego no me asusta. Solo los demonios lo hacen… y las mujeres que lo dominan.
Antes de que pudiera contestar, un rugido estremeció el suelo. Desde las alcantarillas, surgieron figuras deformes, con ojos de plata y alas rotas. Demonios del cuarto anillo.
Lyra extendió sus manos; las llamas se arremolinaron en espirales. Dante, sin pensarlo, se lanzó al frente, girando con velocidad inhumana. Su espada negra cortó el aire como un relámpago.
El enfrentamiento fue breve, pero feroz. Cuando el último demonio cayó, el silencio pesó más que la sangre derramada.
Lyra respiraba agitada, las llamas aún danzaban en sus dedos.
—No necesitaba ayuda —dijo ella, aunque su voz tembló un poco.
—Lo sé —respondió él—. Pero me gusta ver cómo luchas.
Sus miradas se encontraron. Por un instante, el tiempo pareció detenerse. El fuego y la noche se reconocieron.
En el cielo, un dragón lejano lanzó un rugido apagado. Una advertencia.
Lyra se apartó primero, apagando su magia.
—Esto no significa nada, vampiro.
—No aún —dijo él, con una sonrisa que dolía más que cualquier herida.
Mientras se alejaba, Lyra sintió que algo antiguo despertaba dentro de ella.
Y en las sombras, Dante observó cómo su silueta se perdía entre la niebla.
Sabía que el Consejo jamás permitiría lo que acababa de empezar.
Ni los vampiros, ni las brujas, ni los demonios.
Pero el fuego, una vez encendido, nunca vuelve a dormir.