Las noches en Lunaris nunca eran silenciosas, pero esa tenía un peso distinto.
El aire estaba cargado de magia contenida, como si los dragones que dormían bajo la ciudad hubieran comenzado a soñar.
Dante aguardaba en el borde del viejo muelle, donde las aguas negras del río se mezclaban con la niebla. Había sido convocado para una misión de reconocimiento: rastrear los portales demoníacos que se abrían al norte, más allá de las ruinas del Reino Caído.
Lo que no esperaba era compartir la tarea.
Menos aún con ella.
El rugido llegó antes que la luz.
El cielo se tiñó de escarlata cuando una criatura colosal descendió entre las nubes. Sus alas, hechas de fuego líquido, iluminaban las fachadas rotas de los edificios. El calor dobló el aire como un espejo, y entre las llamas, una figura femenina emergió sobre su lomo.
Lyra.
El dragón aterrizó con un golpe sordo, agitando chispas como lluvia ardiente. Sus ojos —dos brasas vivas— observaron a Dante con una sabiduría que pertenecía a otro tiempo.
Ella descendió, el cabello rojo brillando como una llamarada bajo la luna.
—El Consejo decidió que colaboráramos —dijo, con un tono tan firme como la llama que temblaba en su amuleto.
—Pensé que también habían decidido mantenernos separados —respondió él, con una sonrisa cansada.
—Deciden muchas cosas. No todas se cumplen.
El dragón alzó el cuello y soltó un resoplido, como si aprobara sus palabras.
Dante lo miró de reojo.
—No imaginaba que aún quedaran dragones vinculados a brujas.
—No quedan muchos —admitió Lyra, acariciando el cuello del animal—. Pero los que quedan eligen a quién seguir.
Por un momento, el silencio se volvió denso. Las brasas flotaban en el aire, girando a su alrededor como luciérnagas de fuego.
Entonces, un temblor sacudió el suelo. Desde el bosque más allá del muelle, surgieron figuras oscuras. Demonios. Docenas. Quizá cientos.
Dante desenvainó su espada, la hoja negra brillando con reflejos carmesí.
Lyra levantó ambas manos; el fuego se curvó a su alrededor, vivo, palpitante.
El dragón rugió, lanzando un torrente de llamas que iluminó el campo entero.
Lucharon como si el mundo dependiera de ellos.
Él, rápido y preciso, cortando las sombras que intentaban rodearla.
Ella, un torbellino de luz, invocando runas en el aire que estallaban con fuerza ancestral.
Por un instante, el fuego y la oscuridad bailaron en perfecta armonía.
Cuando el último demonio cayó, el dragón se irguió sobre los escombros, vigilante.
Lyra, jadeando, bajó la mirada. Su amuleto brillaba con una intensidad extraña, como si respondiera al pulso de Dante.
Él la observó en silencio. Las llamas reflejadas en sus ojos parecían besarlo sin tocarlo.
—No puedes seguir viniendo a mí —dijo él finalmente, con voz baja.
—Y tú no puedes seguir alejándote —respondió ella, sin temblar.
El dragón lanzó un rugido que resonó hasta las torres del Consejo, un rugido que hablaba de rebelión y destino.
El fuego ascendió al cielo, dibujando una línea roja sobre Lunaris.
Y bajo esa línea, dos almas prohibidas comprendieron que el amor ya había comenzado a escribirse… en fuego.