La noche cayó sobre el templo como un manto de terciopelo oscuro.
El dragón descansaba en el exterior, su respiración lenta creaba destellos que iluminaban las ruinas con un resplandor anaranjado.
Dentro, el silencio tenía un ritmo. El ritmo de dos corazones que aún no sabían si temerse o buscarse.
Lyra observaba las runas que habían revelado su destino. Las líneas de fuego seguían ardiendo, como si el templo respirara con ellos.
Dante permanecía a unos pasos, con la mirada perdida en la piedra donde había visto la profecía.
—No entiendo por qué nos eligieron —dijo ella, apenas un susurro.
—Quizás porque ya lo estábamos —respondió él.
Ella alzó la vista, sorprendida por la suavidad de su voz.
Dante se acercó lentamente, su presencia era un contraste de calma y peligro.
El aire entre ambos vibró, como si la magia antigua reconociera su cercanía.
—Ese encantamiento… —dijo Lyra, tocando su amuleto—. El fuego que siento cuando estás cerca… no es mío. Es del hechizo.
—Y si el hechizo solo despertó lo que ya existía —replicó él, con una media sonrisa—, ¿seguirías negándolo?
Lyra quiso hablar, pero las palabras se disolvieron cuando él extendió la mano.
Sus dedos no se tocaron. No aún. Pero una chispa de energía cruzó el aire, una corriente que los unió sin permiso.
La piedra del templo respondió con un leve resplandor dorado.
Dante retrocedió, como si temiera romper algo sagrado.
—No quiero condenarte, Lyra. No otra vez.
Ella frunció el ceño.
—¿Otra vez?
—En las visiones del templo… reconocí a la bruja del juramento. Era tu rostro. O el de alguien igual a ti.
—Entonces… ya nos habíamos amado antes.
—Y también nos habíamos perdido.
El silencio se llenó de un pulso invisible.
El fuego del dragón cambió de tono, pasando del rojo al dorado, reflejando en sus rostros una calidez que no pertenecía al presente.
Lyra dio un paso hacia él.
Su magia ardía, pero no quemaba.
El hechizo antiguo, el pacto entre fuego y oscuridad, volvía a despertar.
—Tal vez esta vez el destino no quiera destruirnos —dijo ella, apenas audible.
—O tal vez quiera ver si somos capaces de desafiarlo —respondió él.
El amuleto en su pecho brilló intensamente, y una corriente de luz unió sus sombras proyectadas en la pared. Por primera vez, no eran fuego y noche separados, sino una sola figura.
Fuera, el dragón levantó la cabeza, observando el cielo.
Las estrellas parecían encenderse una a una, como si reconocieran el hechizo renacido.
Y entre las ruinas del Reino Caído, Lyra y Dante comprendieron que el amor no acababa de nacer… solo estaba recordando su forma.