El viento traía ceniza.
Desde hacía tres días, las montañas ardientes no descansaban. Las llamas no provenían del dragón, sino de la magia misma.
El equilibrio se estaba rompiendo.
Lyra despertó sobresaltada.
El Libro de la Vida flotaba frente a ella, vibrando, abriendo sus páginas como si gritara.
El fuego azul de sus runas se apagaba y encendía a intervalos irregulares.
Algo estaba mal.
—Dante —susurró—, ven rápido.
Él cruzó la cueva en un instante.
—¿Qué ocurre?
Lyra señaló el libro.
Una página faltaba.
El aire alrededor olía a hierro, a magia corrompida.
—Alguien lo tocó —dijo ella, con la voz quebrada.
Dante la miró, comprendiendo lo imposible.
—El mensajero.
Lyra asintió.
—Sí. Robó parte del tejido del libro… y con él, su poder.
El dragón rugió, lanzando una llamarada que iluminó el valle entero.
Lyra extendió las manos sobre el libro, intentando cerrarlo, pero el fuego se resistía. De pronto, una imagen se proyectó frente a ambos: las torres del Consejo, rodeadas de hechiceros.
En el centro, el fragmento robado, suspendido sobre un círculo oscuro.
La magia crecía, girando sobre sí misma como una tormenta.
> “Con el poder del fragmento, sellaremos el caos,”
decía una voz.
“Y destruiremos a la bruja del fuego antes de que la unión se complete.”
Lyra cayó de rodillas, temblando.
El fuego de su cuerpo se volvió negro.
Dante la sostuvo antes de que colapsara.
—Están creando un arma. Una que usa tu propia magia contra ti —susurró.
Ella levantó la mirada, los ojos ardiendo con un resplandor dorado.
—No… no solo contra mí. Contra todo lo que soy. Contra ti también.
—¿Por qué contra mí?
—Porque somos el hilo roto del tratado. Si muere uno, muere el equilibrio.
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Esa noche, mientras el dragón vigilaba el horizonte, Lyra y Dante permanecieron junto al fuego.
No hablaron de estrategia ni de guerra.
Solo del peso de lo que venía.
—A veces pienso que este vínculo no fue una elección —dijo Dante—. Que el destino nos usó como piezas.
—Quizás —respondió Lyra—, pero somos nosotros quienes decidimos qué hacer con ello.
Se miraron largo rato.
Él acercó su mano, rozando la suya.
El fuego no los separó. Esta vez los envolvió.
Las llamas no ardían; susurraban.
Lyra sintió su magia fluir hacia él, y la oscuridad de Dante entrar en ella como un río tranquilo. Por un instante, todo fue equilibrio.
Ella vio su pasado —la sangre, la eternidad, la soledad— y él vio el suyo —la luz, el linaje, el deber roto.
Dos mitades de un mismo hechizo.
Cuando se separaron, el fuego se apagó lentamente.
—Ahora lo entiendo —dijo Lyra en voz baja—. No somos una amenaza porque nos amemos. Somos una amenaza porque juntos podemos unir lo que ellos dividieron.
Dante sonrió, con esa calma que solo tienen los condenados.
—Entonces el Consejo tiene razón en temernos.
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A lo lejos, el mensajero encapuchado observaba desde una colina, el fragmento del libro brillando en su mano.
—Pronto sabrán lo que es el verdadero poder —susurró, mientras el símbolo del Consejo ardía en su cuello—.
La bruja tejedora caerá… y el fuego volverá a ser nuestro.
El amanecer llegó teñido de púrpura.
El silencio se rompió con el aleteo del dragón, que anunció el principio del fin.
El libro había sido herido, y con él, el corazón del mundo.
Y en medio de la traición, un amor imposible se preparaba para desafiar el destino.