La frustración de Sara con el chico alcanzaba nuevas alturas. Tras su último intento en el parque, sus ilusiones se habían desgastado. Por mucho que intentara mostrarse indiferente, en el fondo, el desprecio de Alejandro le afectaba más de lo que quería admitir. Aun así, ella decidió mantener su espíritu positivo. Después de todo, la universidad estaba llena de oportunidades para conocer a nuevas personas.
Esa mañana, la chica se dirigía a su clase de Historia Contemporánea cuando, mientras revisaba sus apuntes, tropezó accidentalmente con alguien. Fue como si el universo la hubiera empujado, literal y metafóricamente, hacia una nueva oportunidad.
—Te tengo —dijo una voz masculina al sujetarla antes de que pudiera caer. Su expresión se iluminó con una sonrisa cálida mientras la ayudaba a estabilizarse—. Tranquila.
Ella lo miró, sorprendida y un poco avergonzada por el incidente. Era alto, con el cabello castaño claro y unos ojos marrones profundos que parecían transmitir una amabilidad genuina. Vestía con una elegancia discreta, algo casual pero impecable, lo que le daba un aire de frescura y seguridad.
—Gracias… —respondió ella, sorprendida—. Qué torpe de mi parte.
—No te preocupes. Soy el nuevo —contestó él con una sonrisa—. Me llamo Tomás. Acabo de llegar y aún no controlo los caminos.
La joven, aún un poco aturdida, le devolvió la sonrisa y se presentó:
—Yo soy Sara. Encantada de conocerte.
Mientras intercambiaban algunas palabras triviales, el muchacho no tardó en hacerla sentir cómoda. Había en él una naturalidad cautivadora y una inclinación genuina por conocerla, lo que fue como un bálsamo para su orgullo herido. Continuaban conversando cuando ella se dio cuenta de que él la miraba con interés, prestando atención, algo que contrastaba con la indiferencia de Alejandro.
Para Sara, conocer a Tomás fue como un respiro. Se sentía apreciada, escuchada. Esa breve interacción con él, aunque pequeña, había dejado una impresión duradera en su ánimo, llevándola a replantearse sus sentimientos. Tal vez había alguien más que sí valoraría el esfuerzo que ella estaba dispuesta a ofrecer.
En la siguiente clase en grupo, que reunía a varios estudiantes para discutir temas de política contemporánea, Sara se encontró nuevamente con Tomás. Él se sentó cerca de ella, y cuando el profesor asignó una tarea en pareja, el chico no dudó en inclinarse hacia su oído y preguntar:
—¿Te gustaría trabajar conmigo en el proyecto?
Ella aceptó extrañamente emocionada por la amabilidad de él. Desde que se conocieron, él había mostrado un interés constante en ella, algo a lo que no estaba acostumbrada por parte de los chicos de la universidad.
Al otro lado del aula, Alejandro observaba la escena con una expresión aparentemente tranquila, aunque sus ojos grises reflejaban una ligera tensión. Desde su asiento, veía cómo el chico le hablaba a la muchacha con total confianza y cómo ella sonreía con dulzura. Esa imagen, por alguna razón que él no lograba comprender del todo, le resultaba incómoda.
Cuando Tomás se ofreció a cargar algunos de los libros de ella y ayudarla a organizar sus apuntes, Alejandro apretó los labios, sintiendo una incomodidad creciente. Aunque intentaba ignorarlo, se dio cuenta de que no le gustaba en absoluto verla tan cómoda con alguien más.
—Qué escena tan… ¿social? —murmuró para sí al volver la mirada a su libro en un intento de disimular su molestia.
Sin embargo, esa pequeña tensión no pasó desapercibida para Natalia, quien estaba sentada cerca de él. Ella alzó una ceja, observando a su amigo con una leve sonrisa de complicidad.
—¿Celoso, tal vez? —susurró ella, disfrutando de la ligera incomodidad del chico.
Él la miró con expresión imperturbable, aunque un leve destello en sus ojos revelaba que la pregunta le había tocado un nervio.
—No veo por qué debería estarlo —respondió con frialdad.
Pero ella no se dejó engañar. Sabía que en él se escondía algo más allá de su frialdad habitual, y no iba a dejar pasar la oportunidad para recordárselo, aunque fuera de manera sutil.
Mientras tanto, en otro rincón de la universidad, Daniel no desistía en su misión de conquistar a Natalia. Después de su última tentativa fallida en el parque, había pensado en una estrategia diferente: el café. Había observado que ella siempre llevaba un café negro y amargo por las mañanas, así que decidió sorprenderla con uno.
Con una sonrisa esperanzada, el chico la esperó fuera de clase. Cuando la vio en el pasillo, se acercó con el café en la mano y una expresión amistosa.
—Buenos días —la saludó mientras extendía el vaso hacia ella—. Pensé que tal vez te gustaría un café para empezar bien el día.
Ella lo miró, y aunque su expresión seguía siendo seria, tomó el vaso con un leve asentimiento de cabeza y dijo:
—Gracias.
Daniel intentó hacer la situación más ligera, por lo que continuó hablando:
—Estaba pensando que podríamos hacer de esto una tradición matutina, ¿verdad? Yo te traigo el café, y tú… bueno, tú lo aceptas.
Natalia le lanzó una mirada que parecía atravesarlo, pero que también contenía un leve destello de diversión. Fue una expresión tan efímera que, de no haberla observado con atención, el muchacho la habría pasado por alto.