Los días posteriores al secuestro transcurrieron con una tranquilidad engañosa. Sara pasaba las tardes caminando por los jardines de su casa, intentando encontrar claridad en su mente y en su corazón. El recuerdo de Alejandro al enfrentarse a los secuestradores era un torbellino de emociones para ella: admiración por su valentía, miedo por el peligro constante que lo rodeaba y una confusión abrumadora sobre lo que sentía por él.
La chica se detuvo frente a un bando donde solía sentarse a escribir. Su libreta estaba abierta sobre su regazo, pero no había escrito nada en la última hora. Una parte de ella quería correr hacia él, agradecerle una vez más y dejar que su corazón se guiara por lo que sentía en su presencia. Pero la otra parte, más racional, le recordaba lo que significaba estar cerca de él: peligro, incertidumbre y una vida de decisiones difíciles.
Un mensaje apareció en su teléfono. Era de él.
—”¿Podemos hablar? Estoy cerca”.
Ella suspiró con el corazón latiendo con fuerza. Dudó por un momento antes de responder:
—”Está bien, aquí estoy”.
Alejandro apareció pocos minutos después, caminando hacia ella con paso decidido. Llevaba una chaqueta negra que hacía juego con su mirada seria.
—Sara —se detuvo frente a ella, con su voz baja y firme—. Necesito saber qué piensas.
Ella alzó la vista, con sus ojos verdes brillando con una mezcla de vulnerabilidad y determinación.
—Pienso que… te estoy agradecida. Pero también estoy aterrada. No sé si puedo manejar lo que implica estar cerca de ti.
Él frunció el ceño, herido por sus palabras, aunque entendía sus razones.
—No quiero que tengas miedo. Quiero que confíes en mí. Haré lo que sea necesario para protegerte.
—Eso no es lo que me preocupa —ella se puso de pie, enfrentándolo con una mirada directa—. Es tu vida. Las decisiones que tomas, las personas que te rodean. No quiero ser otra debilidad que tus enemigos puedan usar contra ti.
La confesión de ella lo dejó sin palabras por un instante. Él siempre había visto a la chica como alguien fuerte, pero ahora comprendía que su fuerza también incluía saber cuándo protegerse a sí misma.
Esa noche, Alejandro decidió demostrarle que su vida no tenía que ser siempre peligrosa. La invitó a un pequeño café en un barrio tranquilo de la ciudad, lejos del bullicio y las sombras que normalmente lo acompañaban.
—Es uno de mis lugares favoritos —admitió mientras se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Vengo aquí cuando necesito un momento de paz.
Sara lo observó, sorprendida por la serenidad que mostraba. Era extraño verlo fuera de su usual postura intimidante.
—¿Por qué me has traído aquí? —quiso saber ella.
—Porque quiero que veas que no todo en mi vida es violencia o peligro. Hay cosas simples que me importan, y tú eres una de ellas.
La sinceridad en sus palabras la desarmó. Alejandro la miraba con una intensidad que hacía difícil apartar la mirada. Sin embargo, aunque el momento era agradable, las dudas de ella no desaparecieron por completo.
—¿Y si no siempre puedes controlarlo? —preguntó ella en voz baja—. ¿Qué pasa si un día alguien cruza esa puerta y te lleva de vuelta a ese mundo que intentas evitar?
Él apretó los labios, sin poder darle una respuesta definitiva.
—No puedo prometerte que todo será perfecto, Sara. Pero sí puedo prometerte que nunca dejaré que te pase algo.
Sus palabras parecían genuinas, mas la chica no podía evitar sentir que había una barrera que los separaba, un muro construido por las circunstancias de sus vidas.
Mientras Sara intentaba aclarar sus sentimientos, Gabriel, un antiguo compañero de la universidad, comenzaba a notar la distancia entre ella y Alejandro. Aunque sabía que la joven estaba pasando por algo difícil, no podía evitar sentirse optimista ante la posibilidad de acercarse más a ella.
Una tarde, se encontró con la muchacha en la biblioteca. Ella estaba revisando unos apuntes, pero parecía distraída, jugando con el bolígrafo en su mano.
—¿Todo bien? —preguntó él al sentarse a su lado.
Sara lo miró, agradecida por su presencia y contestó:
—Demasiadas cosas en la cabeza.
—Bueno, soy un experto en distraer mentes ocupadas —le sonrió con su usual carisma—. ¿Qué te parece un café?
Aunque dudó al principio, ella aceptó. Fueron a una cafetería cercana, donde Gabriel, como siempre, logró arrancarle una sonrisa con sus bromas y comentarios despreocupados. Por un momento, ella sintió que podía respirar, que no tenía que preocuparse por nada más que disfrutar de la compañía.
Sin embargo, su tranquilidad se desvaneció cuando notó a Alejandro que entraba en el local. Sus ojos grises se fijaron en ellos y su expresión se endureció al instante.
El chico se acercó lentamente, con su presencia llenando el espacio con una tensión palpable.
—Sara —dijo, ignorando a su acompañante—. Necesitamos hablar.
Gabriel frunció el ceño al levantarse de su asiento para decir: