1.
La canción.
Austin.
“No hay nada como no tener waffles en tu nevera recientito por la mañana.” @austinmichaelson
Tecleé y lo envié como un tweet hacia la red social. Sonreí contento en cuanto pudo cargarse completamente y los likes llegaron como flores a mi cabeza en tan solo segundos.
Me había recién levantado de la cama y las tripas me rugieron del hambre. Ansiaba comerme unos waffles recién hechos pero cuando abrí el armario de dulces y no había ni un solo paquete me desinflé completamente. Es por esa razón que envié como mi mensaje de buenos días aquel ridículo mensaje.
“—Debes tener más uso de tus redes sociales, Austin. No quieras que los fans pierdan interés—“me recordó mi jefe de la discográfica Jeff, tosco como él solo. No comprendía por qué debía hacerlo, pero supongo que eran las reglas para mantener la fama… y el dinero. Llevaba cantando desde que tenía dieciséis años y a día de hoy, he conseguido el sueño de mi vida.
No fue fácil, pero lo conseguí. Sí, algunos sueños se cumplen de verdad.
Cogí la tostadora que se encontraba en una estantería junto a la isla del medio de la cocina y la puse encima. La mesa blanquecina, nueva e impregnada por el detergente usado, se dejó impoluta. No solo aquel mueble, sino toda la casa fue bien fregada y cuidada durante mi ausencia estos últimos dos meses. Hubo una gira pequeña por la zona y decidí quedarme en un hotel. Lo veía más cómodo tener que hacer eso a ir y volver a casa cien mil veces para poder dar un respiro. Ahora veo que la señora Dawson me hizo un gran favor durante estos meses cuidándomela de vez en cuando. Era la única que tenía un juego de llaves de mi mediana mansión, exceptuando mi madre y yo.
Había veces que por la mañana me encontraba bastante solo, pero luego comenzaba a tocar la guitarra y todos los males se me pasaban. Dejaba fluir las notas, creando nuevas canciones y ritmos a los que pudiese escuchar placenteramente. Eran para mí, para desahogarme… y para mis fans también, obviamente. Aún así, estos días solo estoy medio convencido de que lo que escribo está bien. Mis fans gritan como locas en un gallinero, y eso me hace feliz, pero sigue sin llenarme esa emoción de satisfacción completa.
Falta algo. Necesito un verdadero sentimiento que no sea la solitud.
Cojo el pan de la estantería, que también me ha debido dejar la señora Dawson como repuesto—, porque la Santísima Trinidad, ¿qué haría yo sin ella?—, y lo meto en la tostadora.
Miré al frente, suspirando, y me fijé en el cuadro en el que mis abuelos y yo nos encontrábamos abrazándonos los unos a los otros, como una familia feliz. La nariz respingona de mi abuela, sus labios finos que no hacían más que besucar mis mejillas como una obsesa, y su pelo blanquecino relucía en la imagen, siendo ella completamente bella para mis ojos. Estando a mí izquierda, mi abuelo se encontraba también sonriendo, orgulloso tras el primer espectáculo que acababa de dar en un reciento de conciertos muy popular en Los Ángeles. Aparecía sudando y con la cara acalorada y roja después de haber dado vueltas por el escenario con mi guitarra. Mientras tanto a mi lado se encontraban unos compañeros que trabajan para la discográfica. Realizaban entonces el acompañamiento a mí instrumento musical. Mis ojos verdes y mi pelo descontrolado me tapaban un poco la mirada, pero aún así no podía pasar desapercibido lo feliz que estaba en aquel momento. Relucían a contra luz pero el atisbo de ilusión no evaporaba tan fácilmente.
Esa sonrisa no me la robaba nadie.
El cuadro estaba en el centro de la pared, lo suficiente grande como para dejarlo a la vista de todos. Me daba igual si había personas que encontrasen vergonzoso tener una foto de sus abuelos colgada en grande, mi sonrisa en aquel momento era única y sincera a diferencia de las pocas que conseguía sacar ante el público. Las muestras de afecto a lo grande no eran muy lo mío, pero igual sentí que había veces que debíamos romper nuestras propias normas para poder evolucionar.
Mantuve la mirada fija en el cuadro, simulando un poco aquella sonrisa que mis abuelos tenían, orgullosos.
La tostada salió de un salto, y pegué un pequeño brinco del susto que me había dado. Me sacó de mis cavilaciones, y con eso, cogí el plato donde coloqué mi desayuno. Eché un poco de aceite en él y me lo metí a la boca como un cochino. Me limité a comer de pie. No puse mesa o me preocupé de no hacer caer las migas. Tan solo, me moví pacíficamente por mi casa.
Fue entonces cuando pensé que el aura de serenidad en el que me encontraba iba a durar. Pero no fue así porque la irrupción del sonido del tono de llamada de mi teléfono atronó en la cocina. Este comenzó a vibrar avisándome que mi madre me estaba llamando.
Lo puse en mi oído y dije:
—Hola, mamá—Puse mi móvil entre el hombro derecho y mi oído. Recogí el plato en el que había desayunado y lo llevé al lavaplatos. Cogí una servilleta y tomé unas migas de la isla con ellas, dirigiéndolas a la basura mientras que escuchaba parlotear a mi madre:
—¡Por fin consigo alcanzarte!—exclamó, dejándome sordo por un segundo—.Por un momento pensé que te había comido el polvo de tu habitación—objetó, recordándome el desastre de casa que había dejado antes de irme. Sus visitas eran casuales y yo solía ser un poco vago en cuanto a limpieza.
Coloqué el móvil en la mesa y lo puse en altavoz.
—Dale las gracias a la señora Dawson por quitarme ese trabajo de encima. —bromeé.
—Menudo marrano estás hecho—se quejó—.Parece mentira que seas mi hijo.
Inspiré y contesté un poco tosco: —Si hubieras estado aquí más a lo mejor esos genes se hubieran quedado.
Puede que no debería de haber dicho algo así. Pero ese tipo de comentarios me hacen recordar cosas que no deberían de irrumpir en mi vida actual. Necesitaba cohibir esos pensamientos si quería convivir sin rencor. Aún así, ella quedó sin comentarios. Olivia Michaelson era una persona directa y parlanchina, pero en aquel momento todas sus observaciones acababan de desaparecer en el fino aire; evaporándose junto con mis previos recuerdos.