9.
SEAMOS MÁS QUE CONOCIDOS
El resto de la mañana concluyó pasando lo más rápido posible. Cuando terminé saliendo del local al que había ido me dirigí a casa. Tomé mi auto y volví a las carreteras de Los Ángeles de camino a mi hogar. Ladeé la cabeza a los lados estirando el cuello. Me habían dicho que no debía hacerlo tanto ya que era malo, pero igual lo hacía por la incomodidad que me provocaba la posición en la que me encontraba.
En tan solo veinte minutos me encontraba en mi calle y aparqué a unos pocos metros de casa. Siendo un lugar ajeno al alboroto encontrar sitio donde aparcar no mostraba mucha dificultad, por lo que rápidamente me encontré en casa.
Había pasado el tiempo tan rápido que cuando me quise dar cuanta ya habían concluido una semana entera. Eran las dos de la tarde. Las tripas me sonaron, recordándome que si no quería morir debía comer algo en seguida. Me senté en la mesa del comedor cuando ya tuve la pasta recalentada del otro día. Puse un poco de salsa de tomate por encima y comencé a probar su sabor.
Agrio, arg.
Cogí el bote de tomate que había dejado encima de la mesa y divisé en unos segundos la fecha de caducidad: 17 de marzo de 2018. Dios, hace un año.
—Moriré antes de productos caducados que por torpe—murmuré—Fantástico, Michaela, tan solo maravilloso.
Me levanté del sillón y lo tiré a la basura, dejando caer el cartón que recogía aquel tomate repugnante en él.
Cuando volví a la mesa observé la pasta con pinta mugrienta y decidí tirarlo también afuera. No quería morir envenenada, la verdad. Me fui a la cocina una vez más y busqué algo que pudiese alimentarme decentemente. Al final me decidí por una simple ensalada.
Dado que mi alimentación fue rápida y poco abundante, concluí con que tenía que tirar mi basura ya repleta. Debía dirigirme hacia donde estaban los cubos de basura públicos para ello. Le hice un nudo a la bolsa, cogí mis llaves y el teléfono, y bajé a liquidar los excrementos que inundaban su terrible olor en el interior de mi pequeña cueva independiente.
Una vez fuera y cerrada la puerta de casa, mi teléfono sonó, el nombre de ‘Lauren’ escrito en la pantalla. Acepté la llamada y lo primero que dijo fue:
—Hola, desconocida—me saludó—¿Qué tal fue ese desayuno la semana pasada? —su voz salió animada y chismosa. Aquello le resultaba muy gracioso.
—No sé qué hacer contigo ahora—solté. Mi voz salió seria, pero estaba sonriendo, porque una vez más me lo había pasado bien a su causa.
—Agradecérmelo, claro que sí. —sugirió tajante.
—¿Por qué debería de agradecértelo? ¡Me pusiste en una encerrona! —la recordé aturullada por lo que había hecho. Tomé el teléfono con el hombro mientras que bajaba la calle en busca del destino de mi bolsa de basura.
—¿Acaso salió mal? —inquirió sarcásticamente. Pude sentir la sonrisa al otro lado del teléfono.
—Tú eres una vieja chismosa—bromeé, sabiendo que aquello no le afectaba.
—¡Oh venga ya! ¿Ahora me vas a decir que el chico fue antipático? —refunfuñó.
Bajé la calle y encontré por fin el lugar exacto. Mientras que tiraba la bolsa mugrienta la repliqué: —Ese es el problema, Lauren.
—Chica, necesitas amigos de tu edad, aunque te quiera mucho y lo sabes—me recordó —. Además él sentía mucha curiosidad por ti—se defendió.
—Lo noté cuando llegó.
—Así que…¿Hay feeling? —intentó bromear Lauren. Hacía ya meses que intentaba utilizar el vocabulario de los jóvenes, pero sin tener mucho éxito en ello. Lauren era una mujer soltera y sin hijos, le gustaba vivir la vida así. O al menos hasta ahora le ha resultado agradable e ideal ya que le gusta mantener la juventud.
Su amistad significa mucho mí al igual que para ella la mía. Parecía ser débil y sosa, pero en la realidad era muy lista y chismosa. Consiguió abrirme por completo cuando nos conocimos por primera vez hace unos cuantos años. Tan solo tenía dieciséis, y era una chica inofensiva e incrédula de lo que me iba a ocurrir poco después.
—Le acabo de conocer, Lauren. No tan deprisa—noté su silencio como un arqueo de cejas, y agregué: —. ¡Vale, sí, es atractivo! Y muy simpático, pero nos hemos prometido no ir más allá por mi bien.
—¿Qué has hecho qué? —exclamó mi amiga exasperada. Cogí el teléfono con la mano y lo aparté por unos escasos segundos, con intención de no quedarme sorda. Quería mantener mi tímpano sano por ahora.
—Yo he prometido darle una oportunidad como amigo si él no fuese más allá de los sentimientos amorosos—la expliqué.
—Eres boba.
—¡Oye!
—Igual, aprovecha su simpatía y humildad para formar algo sano. —me dijo, ya más calmadamente.
—Eso intentaré…—dudé.
Una vez tuve tirado la basura me di la vuelta con intención de volver a casa y leer un poco. Pero el destino no quería eso por ahora.
—¿Michaela? —me llamó Lauren tras un largo silencio. Mis ojos quedaron estancados en los suyos. No sabía qué pronunciar, pero lo que sí sabía era que debía voltear y salir corriendo, porque lo que se avecinaba no resultaba pintar muy bien.
—Debo irme…—susurré antes de colgar abruptamente. Guardé mi teléfono en mi bolsillo, sin desfijar la mirada de la suya.
Él también se quedó parado, sus manos escondidas en sus bolsillos delanteros del pantalón. Su posición me resultó tan familiar que no pude sentir más que el cosquilleo en mi estómago. Su barba de varios días me confirmó que había varios días que no se afeitaba. Estaba un tanto descuidado físicamente, y entendía por qué.
Estaba a tan solo unos metros de mí, también congelado. Pero al contrario de mí, él si parecía saber qué decir primero:
—Michaela, debemos hablar—dijo Mark, su voz inquieta.
—No hay nada de lo que hablar—escupí nerviosa.