11.
Estoy siendo yo.
Austin.
—Pero…—quiso discutir.
—No hay peros— la reproché.
Nos encontrábamos comiendo en la isla después de habernos quedado una media hora profundamente dormidos. Cada uno pegado al otro.
Cuando despertamos, la señora Dawson nos miraba divertida y no pude más que poner los ojos en blanco. Hice un movimiento un pelín brusco para levantarme sin tener que despertarla de su ensueño, pero ella igual se desveló. En cuanto se fijó en la sonrisa ensanchada de Amelia sus mejillas se acaloraron y en seguida se levantó del sitio.
Mi trabajadora se disculpó diciéndonos que recién se iba y que nos iba a avisar cuando nos encontró así. Después se fue dándole un beso en el carrillo a Michaela y una torta floja en el mío. Había demasiada confianza, diría yo.
Llevábamos un tiempo comiendo en la isla de la cocina. Discutíamos sobre el porqué de las razones por las que rompieron su ex y ella y encontrar un punto en el que ella supiese que decidir.
—Esto es muy raro—masculló Mick antes de meterse un bocado de pasta enrollada en su tenedor. Amelia nos había hecho unos fideos con salsa boloñesa. Nunca los había probado, — por muy raro que fuese— y como mi amiga me dijo que era su comida favorita, ese mismo día le dije a Amelia que me los hiciese. Quería saber si sus gustos eran de agradecer.
Okey, sí, mantuve aquella servilleta.
—¿El qué?
—Contarte mis problemas cuando te conocí hace solo un par de días—se explicó. Dejó el tenedor en el plato hondo de pasta y me miró.
—Por algún lado se empieza, ¿no crees? —manifesté sonriente.
Asintió lentamente. Cogió de su muñeca una coleta y se agarró el cabello para poder comer con más tranquilidad.
—Entonces, —pronuncié curioso —no cambiemos de tema aún. ¿Tu ex es un imbécil?
—No—sus ojos mezclados de miel y castaño parecían ser sinceros.
—¿Te ha hecho daño alguna vez? —inquirí.
De forma monótona respondió: —No.
Me acomodé en el asiento frente a ella en la isleta y dejé de darle vueltas al plato delicioso de pasta.
—Y tú… ¿le quieres? —quise saber, mirándola fijamente.
—Sí pero…—titubeó.
—Es un sí o un no, Mick. O quieres o no quieres a alguien—puntualicé—. Por ejemplo, yo quiero a mi madre, quiero a mis abuelos…
—Lo noté—sonrió. Alcé una ceja y añadió: —. El cuadro que tienes colgado en el salón. Me fijé la primera vez que vine. ¿Son tus abuelos, no?
Asentí, comprendiendo.
—No siguen en este mundo—dije melancólicamente—, pero igual les sigo amando—corregí sonriendo.
Yo estaba orgulloso por haber sido criado por los mejores abuelos de la historia.
—Oh, vaya, no supe…—murmuró, su sonrisa decayendo.
—¡No me cambies de tema! Venga, ¿le quieres o no? —insistí. No quería que su sonrisa desapareciese por aquello. Sí, era triste que ya no estuviesen aquí, pero de esto se trataba el mundo. Se puede llevar en cualquier momento a las personas que más amamos por mucho que no se merezcan ir tan pronto.
Era por esa razón que nunca deberíamos de desperdiciar aquellos momentos que miramos al cielo porque nunca sabemos si es el último día que lo recibamos con una sonrisa.
—¡No es tan fácil, Austin! —casi gritó.
—¿Qué piensas que hace esta decisión tan difícil? —la cuestioné, nuestros ojos entrelazados.
—Tú— susurró.
Mis pulmones se quedaron sin aire por unos instantes.
—Mick, la promesa…—la recordé en un susurro.
—¡Lo sé! ¡Ya lo sé! —se aturulló—. Lo que pasa es que es difícil verte como un simple amigo cuando…
—¿Cuándo qué? —quise saber. Hundí mis cejas en un fruño.
—Simplemente te acabo de conocer, y…—tartamudeó. Boqueó sin saber si decirlo o no, pero al final acabó lanzándose y terminó: —nos quedamos en esa posición tan…—buscó una palabra— íntima. Nunca me he dormido así con alguien.
El aire se tensó.
—Mick…—dudé— ¿acaso eres virgen?
Se quedó boquiabierta, dejando que el tenedor cayese al suelo de su mano. Se levantó del sitio y recogió el cubierto. Una vez estuvo sentada de nuevo, me fulminó con la mirada.
—¿¡Pero tú qué crees que hacía con Mark!? ¿¡Jugar a las Barbies!? —pegó un llanto, como si lo que acabase de decir fuese una estupidez de primera regla.
Reí ante su respuesta: —Claro que no.
Al verme sonreír pude notar que el fruño entre sus cejas se disolvió, y se rehusó a intentar ser contagiada por mi risa, mirando su plato.
Dejé el plato a un lado, y noté un cosquilleo en mi estómago que me impedía parar de reírme. Posicioné mi codo en la mesa para así apoyar mi cabeza en mis manos, en un intento de parar de reír. Pero no podía.
Seguí expulsando carcajadas y ella me miró asustada. Aún así pude ver que había unas risotadas que se inhibían salir de su boca. Se mordió sus labios finos y rosáceos en un intento de aguantarlo mientras que apartaba su mirada de la mía.
Suerte para mí, la vista no se encarga de escuchar las cosas. Al final no pudo evitarlo, me miró y se rió de mi expresión que seguramente estuviese roja de la risa.
—¡Para! —rió, contagiándose del jolgorio del espacio.
—¡¡¡NO PUEDO!!! —casi me ahogo al intentar pronunciar las palabras.
—¿¡Pero porqué ríes!? —Se tapó la boca para calmarse, y suerte para ella lo consiguió, mientras que yo no tenía esa fuerza de voluntad para encargarme parar.
Negué con la cabeza, sin comprender. Me giré hacia el friegaplatos y tomé el vaso más cercano, rellenándolo, ya calmándome un poco.
Bebí un poco, pero al final lo escupí cuando escuché la risa de burro que le salió a Mick al verme boqueando del vaso.
—Voy a salir de la cocina y cuando vuelva no quiero volver a tener ese ataque de risa—reí, mordiéndome la lengua—.La tuya incluida—la guiñé un ojo.