22.
El hecho de amar
Para conocerte tienes que dudar. Para saber lo que te gusta y lo que no tienes que experimentar. Para poder establecer relaciones tienes que conocer ambas caras de la persona. Lo peor y lo mejor. Sus ángeles y sus demonios. Sus ambiciones y sus adicciones. Sus complejidades y la causa de su incertidumbre.
Todos estábamos hechos para pensar. Todos y cada uno de nosotros. Tenemos personalidades y sabemos lo que nos agrada y lo que no a la vez que van pasando los años.
Yo sabía que Mick no era una simple amiga que podía ver tal cual. Sabía que esperar no era mi fuerte, y dar tiempo para pensar menos. Temía lo que pudiese decir el pensamiento. Estaba completamente encogido por el resultado que se podía formular. La quería, joder, si la quería. Y no solo por su atracción física que creaba entre nosotros. La conexión, la manera en la que entrecerraba sus ojos cuando me miraba fijamente, cuando entrelaza sus dedos para intentar mediar sus nervios y no dejar ver como el sudor se comenzaba a palpar. Lo cabezota que era, como negaba la cabeza cuando decía alguna tontería, su mirada en el infinito cuando pensaba en algo que nunca me hacía saber. La conocía y ella me conocía a mí. Era así de simple.
Conocer a alguien como yo conocía a Michaela era un bendito regalo del cielo. No era fácil encontrar la lealtad y la confianza en una sola persona. Ese era el hecho de amar. Aceptar cada uno de sus rasgos y conocerse más que a uno mismo.
¿Se sentía ella igual que yo? Era un estúpido pensamiento, pero siempre me cuestionaba ese hecho. Ella inició el beso por primera vez. Yo la aparté por puro miedo. Por fin lo acepté. La razón por la que no seguí fue porque tenía miedo a que si la cagaba la perdía. Ella valía mucho para mí. Pero al final mis sentimientos se entrometieron y la alejaron. Todo lo que evitamos que ocurra podemos posponerlo, pero seguirá sucediendo. Era como ponerte una alarma todas las mañanas y esperar que una vez añadamos diez minutos más al temporizador, no vuelva a despertarte de tu ensueño.
Era imposible evitarlo para siempre. Todo ocurre por una razón.
Quiero de todo menos alejarla. No quiero que se vaya, que infravalore lo que tenemos. Que crea que no valgo lo suficiente, porque eso es lo que he estado pensando toda mi vida. Que nunca fui suficiente. Al menos no lo fui para mamá. No fui una razón para quedarse.
Hasta que mi abuelo me presentó la música. Los acordes de mi guitarra me ayudaron a ahuyentar todos esos fantasmas que me atormentaban. Cada noche recordaba estremecerme por el hecho de haberme metido en el marrón el que me hallaba. Las hormonas me vinieron en un revuelco. Las sensaciones de abandono y las heridas aún no estaban sanadas. Aún dolía y lo pagaba conmigo mismo. Creía que no valía mucho, por lo que hice toda especie de estupideces con un grupo de chicos de mi edad. Quería su aceptación y ser alguien tomado de verdad. Estar en un grupo significaba estar protegido, el apoyo sin fecha de límite.
Por una vez en mi vida quise creer que había algo ahí que me pudiese ayudar. Pero fui realmente estúpido. Creí en quien no se lo merecía. Conté todo lo que me consumía por dentro… Para absolutamente nada.
***
AÑOS ANTES.
—Venga, Austin—me dio un débil codazo en el hombro—. Cuéntame que te pasa.
Me agarraba con fuerza de mis rodillas, abrazándolas. Mi mirada era hermética y perdida en el infinito. Lucía una chaqueta oscura que me tapaba por completo y la capucha por encima de mi cabeza. Fijé mi vista en Morgan. Su cabello era oscuro y sus ojos castaños me miraban curiosos. Noté cierta seriedad en el ambiente.
Estábamos ubicados en el porche delantero de mi casa. Mis abuelos habían ido a visitar a unos antiguos amigos que no habían visto desde hacía al menos un par de años. Les dije que estaría bien y que me quedaría en casa.
Ahora que Morgan estaba aquí no sabía si había sido buena idea.
Negué con la cabeza.
—¿Por qué no, tío? —se quejó.
—No tengo ganas de hablar—me apresuré a evitar tener que decirle nada.
—Nunca tienes ganas de hablar, tío—manifestó—. ¿Quieres un traguito? —agitó su botella de licor con un sutil atisbo de diversión.
Miré mordaz a la botella, sabiendo que era mala idea. Pero malas ideas habían sido muchas otras y pues… Por una vez más no pasaba nada. Necesitaba dejar de pensar. Necesitaba dejar de recordar.
Hizo ademán de dármelo alzando la botella en su mano y en seguida lo cogí.
Le escuché musitar: —Ya sabía yo que no me ibas a rechazar una buena cerveza.
Ignoré su comentario y pegué un buen trago.
Después de unos cuantos sorbos me atreví a decir: —¿Qué haces aquí, Morgan?
—¿Qué pasa?¿No puedo visitar a mi amigo? —se rió.
Yo casi me atraganto al escuchar aquello.
—¿Mi amigo? —repetí inquieto.
Rodó los ojos: —Sí, mi amigo, por Dios. El resto del grupo está afuera. —me informó—.Jack creo que se fue a casa de su madre y su padrastro al otro lado de la ciudad, —. No me podía importar menos donde estuviese el cabecilla—… Así que esta tarde es para nosotros dos—. Hizo una especie de chin-chin con su botella. Yo tan solo asentí.
Después de varias botellas que había traído, el mareo comenzó. Había cogido un pedo de mil demonios. Pasamos un rato hablando de trivialidades y estupideces del instituto.
Rato más tarde él se calmó de la carcajada, y como si el alcohol se hubiera evaporado de su sistema me cuestionó: —Ahora en serio, Michaelson. ¿Qué cojones estabas haciendo aquí tirado en el patio solo?