Someone to you

32. Eras él.

 

32.

Eras él.

 

Salimos de allí en cuestión de segundos. Me cambié de vuelta a mis pantalones vaqueros y mi camiseta de tirantes con rayas verdes. Él lucía pantalones del mismo estilo y una camiseta gris, junto con una cadenita por debajo del pañuelo de cuadros rojos y negros. El mismo que vi por primera vez en una imagen en Internet. Dejé el vestido donde se encontraba la dependienta y ella nos sonrió falsamente. Sabía que habíamos sido un poco maleducados al irnos con tantas prisas y sin haber comprado absolutamente nada.

El vestido era para aquella fiesta (que era dentro de tres días) que me había mencionado Austin hacía dos semanas. Sabía que era importante para su carrera, por eso acepté. Y porque la idea de ir a cualquier parte con él era importante. Todos los segundos con él lo eran. Cada maldito momento con él era esencial. No quería perderme ninguno.

Justo cuando corríamos por la calle en dirección a su coche, ambos, riendo, nos fijamos que gente se nos quedaba mirando. Aquello era un recuerdo de que Austin no podía pasar desapercibido ni aunque quisiera. Su belleza y su talento llamaban tanto la atención como una pelirroja en un cuarto únicamente con rubias.

Sabía que tenía que hablar con él. Lo supe en cuanto comencé a sentir mis tobillos doloridos. Nos metimos en el coche y elevé mi pierna derecha sobre mi rodilla. Los rocé un poco por encima con mis dedos, lo justo para saber que se me habían hinchado y que dolía como mil demonios. No podía moverlos, el jodido movimiento era horroroso.

Hice un mohín de dolor y noté la mirada de Austin desde el lado del conductor en mí.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó, su ceño fruncido.

Asentí, pero fue en vano en cuanto hice otra mueca de dolor.

—¿Te torciste el tobillo? —indagó.

Negué la cabeza.

—Solo…—tartamudeé, la aflicción teniendo cierto efecto en mis palabras—… Pásame el bolso, ahí tengo… pa-para el dolor.

Sin más dilación, tomó el bolso que se encontraba entre mis piernas y buscó adentro de él.

—¿Qué debo coger? —dijo, sus ojos aún rebuscando en él. Su mano removiendo el contenido.

Me dio vergüenza el que viese tantos botes de pastillas. Uno de ellos eran los DMARDs que seguían sin funcionar sin efectos secundarios pero que igual seguían ahí por si acaso, pastillas para el dolor de cabeza, esteroides (la aguja incluida)…

Era un desastre.

—Dámelo a mí—le pedí.

Me hizo caso a la primera, y con las pocas fuerzas que me quedaban tomé los DMARDs. No tomé los esteroides por la simple razón de no volverlo loco con la aguja. El momento que nunca quise que llegara llegó. Me ha visto en pleno momento defectuoso por el dolor. Y por no habérselo dicho seguramente vuelva a casa a vomitar.

Genial, Michaela. Cada vez más mejor.

Sentí desidia. El dolor en los tobillos empeoraba, pero sabía que solo era cuestión de tiempo hasta que la hinchazón bajase.

Apoyé la cabeza en el cabecero del coche y supe que Austin me estaba mirando.

—Mierda, Mick… ¿Qué ha sido eso?

Tragué saliva, mis ojos aún cerrados.

—Vámonos a casa, por favor—le exigí, ignorando su comentario. Notó mis escasas ganas de hablar sobre ello, e hizo lo que le pedí.

Él suspiró y encendió el motor. Justo cuando pensé que lo dejaría ir añadió ya en carretera:

—Me lo vas a explicar luego, ¿verdad?

Asentí débilmente. No podía abrir los ojos. Mirarle ahora mismo era imposible. Me sofocaba el dolor. Pero sobre todo, sabía que esto iba a tener consecuencias.

Me quedé dormida en el coche. Lo siguiente que sé es que Austin me ha llevado en brazos hasta su casa y me ha dejado tumbada en su cama. Lo sé en cuanto las sábanas me cubren y noté que me quitaba las prendas de ropa por una de sus camisetas más cómoda. Eran mis nuevos pijamas.

Cuando me levanto siento el roce de sus dedos en mi frente y después en mi mejilla. Mi cabeza estaba ubicada en su regazo y al parecer había dormido plácidamente. Abrí lentamente a los ojos, acostumbrándome a las luces de la habitación. Parpadeé hasta ver solo los ojos verdes centelleantes de Austin sobre mí.

Me observaba tranquilo, pero cuando detallé el ceño levemente fruncido supe que también había estado preocupado.

—Mick, ¿te encuentras bien? —inquirió, sus dedos aún acariciándome el semblante. —Vomitaste un poco en la cocina cuando llegamos. La señora Dawson se ha encargado de limpiarlo.

Suspiré y me removí en su regazo.

—Michaela… ¿Qué pasó? —insistió.

Negué con la cabeza, dando a entender que no sabía. No sé porqué me negaba. Sabía que tendría que decírselo, pero… temía su reacción.

—Sí sabías que ocurría porque en tu bolso parecía que ibas completamente preparada—manifestó en un susurro —. Mick… no me mientas, por favor.

Me quedé callada durante unos segundos.

—Al correr me torcí…

—No te torciste ambos tobillos, Mick. Tenías ambos muy hinchados. Hasta hace un par de horas aquello parecían globos a punto de explotar de lo rojos que estaban.

Una corriente de nervios me recorrieron.

—¿Dos horas?

—Dormiste dos horas desde el coche. Ya son las siete de la tarde. —manifestó.

Me elevé, de manera que pudiese estar erguida y mirándole a la cara decentemente. Con una mano arrugué el puente de mi nariz. Noté su mano coger la mía y apartarla de mi cara.

—Michaela…—masculló.

—Yo…—titubeé—…Yo…

—¿Qué ocurre?—insistió, su voz dulce, nunca alzada—, ¿En qué puedo ayudarte? ¿Qué puedo hacer para que se vaya el dolor?

—Quédate—sollocé, notando como mis lágrimas se acumularon en mis ojos. Fijé mi mirada a otro lado, porque lo suyos verdes me dolían observarlos. —Es lo único que puedes hacer, quedarte.




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