El amanecer del 14 de mayo llegó con un frío impropio para esa época del año. El cielo, cubierto por un velo grisáceo, parecía detenido sobre los techos de Casilda. No había pájaros, ni ruido de motores, ni el bullicio habitual de los chicos corriendo hacia la escuela.
Solo un silencio espeso. Un silencio que parecía observar.
En la esquina de Buenos Aires y San Martín, una madre golpeaba desesperada el vidrio de una ambulancia.
—¡Mi hijo no despierta! —gritaba, con la voz desgarrada.
Dentro, los paramédicos intentaban sin éxito reaccionar al pequeño cuerpo inmóvil sobre la camilla. El monitor cardíaco mostraba signos normales. Ritmo, presión, oxigenación… todo dentro de los parámetros. Pero el niño seguía dormido. Y nada podía traerlo de vuelta.
En menos de dos horas, los hospitales de Casilda colapsaron. Los teléfonos del Hospital San Carlos sonaban sin pausa. En cada casa, el mismo cuadro: chicos menores de doce años que no despertaban, sin importar el barrio, la escuela, ni la clase social.
A las nueve de la mañana, el intendente fue despertado por el sonido incesante del teléfono. Cuando atendió, la voz del jefe de emergencias sonó temblorosa.
—Señor… esto no es un caso aislado. Hay más de cien chicos en el hospital. No reaccionan a nada.
El intendente, con el rostro pálido, se incorporó de golpe.
—¿Qué quiere decir con “no reaccionan”? ¿Coma? ¿Intoxicación?
—No, señor. Están dormidos. Literalmente dormidos. Respiran bien, el corazón late, pero... no hay forma de despertarlos.
El funcionario corrió las cortinas de su ventana. La ciudad, normalmente viva a esa hora, estaba casi inmóvil. Padres llorando en las veredas, patrulleros en cada esquina, y una sensación de miedo flotando en el aire como un perfume metálico.
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En la otra punta de la ciudad, la doctora Gálvez, pediatra del hospital, revisaba por quinta vez a una niña de siete años. Su estetoscopio se movía sobre el pecho, pero los latidos eran normales.
—Esto no tiene sentido —susurró.
La enfermera a su lado apenas lograba contener las lágrimas.
—Doctora, ¿y si es un virus?
—¿Un virus que afecta solo a los niños y los deja dormidos al mismo tiempo, sin fiebre, sin infección, sin fallo orgánico? —negó con la cabeza—. No… esto es otra cosa.
Un sonido metálico retumbó desde los pasillos: decenas de bandejas cayendo al piso. Gritos.
Al salir, Gálvez vio a una madre desplomarse en los brazos de una enfermera, llorando a gritos.
—¡También se durmió mi otro hijo! ¡Dios, no! ¡Se durmió también!
La doctora comprendió que aquello estaba multiplicándose, y rápido.
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A mediodía, las radios locales ya hablaban del “Día del sueño”. Los noticieros transmitían en directo desde las puertas de las escuelas, convertidas en refugios improvisados. Los docentes trataban de calmar a los padres, mientras los médicos eran escoltados por policías ante el enojo de la gente.
Las redes sociales se llenaban de videos: niños dormidos en plazas, en autos, en brazos de sus madres. Ninguno despertaba.
Un periodista de Canal 4 logró emitir en vivo desde el hospital:
—Las autoridades piden calma, pero hasta el momento no hay explicación médica. Los análisis son normales. Los chicos duermen, pero es como si… —miró la cámara, nervioso— como si no estuvieran aquí.
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A las tres de la tarde, el intendente convocó a una reunión de emergencia en la Municipalidad.
El ambiente olía a café frío y a desesperación. Médicos, concejales, un sacerdote y un psiquiatra intentaban entender lo imposible.
—¿Qué pasa si esto se extiende a los adultos? —preguntó una concejala.
Nadie respondió.
El intendente se levantó, caminó hacia la ventana y miró la plaza desierta.
En su pecho, el miedo se mezclaba con una vieja intuición.
Sabía que ese tipo de cosas no pertenecían al mundo que conocía.
—Llámenlos —dijo, finalmente—.
—¿A quiénes, señor? —preguntó su secretario.
—A ellos. A la pareja de Somnia.
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Esa noche, mientras las luces de Casilda parpadeaban bajo un cielo turbio, un tren nocturno avanzaba desde Rosario.
En uno de los vagones, Fernando observaba por la ventanilla, pensativo. Su mirada seguía el reflejo de las luces que se perdían en la oscuridad. A su lado, Eugenia dormía con la cabeza apoyada en su hombro.
De pronto, un escalofrío recorrió su cuerpo. La sensación era conocida: un llamado.
Una energía latente que parecía filtrarse entre los sueños de los demás.
Fernando entrecerró los ojos. Por un instante, creyó ver el rostro de un niño tras el vidrio empañado. Un rostro que no debía estar allí.
Pálido, inmóvil, con los ojos cerrados.
El tren se sacudió y el reflejo desapareció.
Fernando soltó un suspiro y miró hacia el asiento frente a él. Su cuaderno negro estaba abierto, y en la página más reciente, una frase escrita con su propia letra que no recordaba haber escrito:
“Los niños no despiertan porque alguien los llama desde el otro lado.”
Eugenia abrió los ojos justo entonces. Lo miró, adormecida, pero con el gesto alerta de quien siente una energía extraña en el aire.
—¿Lo sentiste también, verdad? —murmuró.
Fernando asintió despacio.
—Sí… y esta vez, no es un sueño común.
Ella lo miró fijo, con el presentimiento helándole la voz:
—¿Dónde vamos?
—A Casilda —respondió—. Todo empieza allí.