El tren se detuvo con un chirrido metálico que rompió el silencio de la estación.
La niebla cubría los andenes como un velo espeso, y el aire tenía un olor extraño, una mezcla de humedad, óxido y algo más… algo antiguo.
Eugenia bajó primero, ajustándose el abrigo. A pesar de la calma aparente, su piel se erizaba.
—¿Lo sentís? —susurró.
Fernando asintió mientras observaba las farolas titilar sobre el andén vacío.
—Sí. Es como si la ciudad… respirara dormida.
A lo lejos, una sirena de ambulancia atravesó el aire quieto, repitiéndose con eco.
Una brisa helada se deslizó entre ellos, trayendo un murmullo casi imperceptible, como un susurro de niños jugando.
Eugenia se giró de golpe.
No había nadie.
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Un patrullero los esperaba fuera de la estación. El oficial al volante los saludó con respeto, aunque su expresión delataba una mezcla de desvelo y miedo.
—El intendente los espera en el edificio municipal —dijo, abriendo la puerta trasera—. Les pidió que viniera lo antes posible.
Durante el trayecto, la pareja observó la ciudad.
Las calles estaban semivacías. Las persianas de los negocios, bajas. En las veredas, familias enteras se abrazaban, rezando o discutiendo con policías.
En algunas casas se veían ventanas iluminadas con velas y la imagen de santos sobre los marcos.
Una madre caminaba sola con una manta en brazos; se notaba el peso de un niño dormido.
Eugenia apartó la mirada.
—Esto es peor de lo que imaginaba —murmuró.
Fernando, con la mirada fija en el horizonte, apretó el cuaderno contra su pecho.
—Todavía no estamos viendo lo peor —respondió, en voz baja.
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Al llegar a la Municipalidad, los esperaba el intendente.
Su rostro mostraba más años de los que tenía, marcado por la angustia.
—Gracias por venir —les dijo con voz ronca—. Sé que no es su tipo de trabajo habitual, pero estamos… desesperados.
Los condujo a una sala de reuniones improvisada. Sobre la mesa había mapas de la ciudad, reportes médicos, fotografías de los niños dormidos, y una pizarra llena de horarios y direcciones.
—Todos los casos ocurrieron la misma noche, entre las tres y las cuatro de la mañana. Ninguna cámara registró nada fuera de lo normal —explicó.
Fernando revisó las fotos. Todos los niños compartían algo en común: un gesto sereno, casi sonriente.
—Parece que sueñan —dijo.
El intendente tragó saliva.
—Exacto. Algunos médicos dicen que hay actividad cerebral como en la fase REM… pero no despiertan. Ninguno.
Eugenia se inclinó sobre las imágenes, con atención.
—¿Alguno de ellos habló dormido? ¿O emitió sonidos, frases...?
El intendente negó con la cabeza.
—No. Pero algunos padres dicen que escuchan voces. Voces de otros niños, en las habitaciones.
Fernando y Eugenia intercambiaron una mirada silenciosa.
El aire de la sala se volvió más pesado.
Algo, o alguien, estaba comunicándose a través de los sueños.
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Esa misma tarde, visitaron el hospital principal.
El pasillo del área pediátrica parecía una procesión de susurros. Médicos exhaustos, padres dormitando en sillas, el sonido constante de respiradores.
Los niños yacían alineados en camillas, cada uno con una expresión plácida. Algunos murmuraban algo entre sueños.
Eugenia se acercó a una niña de cabello rizado. La observó detenidamente, luego tomó su mano.
En cuanto lo hizo, un escalofrío la recorrió.
Una imagen fugaz cruzó su mente: un campo bajo una luna azul, y decenas de siluetas pequeñas caminando hacia un lago oscuro.
Soltó la mano de golpe, respirando agitadamente.
Fernando la sujetó por los hombros.
—¿Qué viste?
—No lo sé... pero hay algo allá adentro —respondió con voz temblorosa—. Están todos conectados. Es como un mismo sueño, compartido.
Fernando abrió su cuaderno y comenzó a escribir frenéticamente.
Las páginas se llenaron solas con palabras que no provenían de él:
“Cuando el último niño cruce el agua, la ciudad dormirá con ellos.”
El intendente, que observaba desde la puerta, empalideció.
—¿Qué significa eso?
Fernando cerró el cuaderno.
—Significa que todavía no terminó. Esto recién empieza.
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Al salir del hospital, la noche cayó con un resplandor rojizo sobre las nubes.
El viento había cambiado de dirección, trayendo un murmullo lejano, como si el aire cargara las voces de los que soñaban.
De pronto, todas las farolas de la avenida se apagaron al mismo tiempo.
Un segundo después, las luces volvieron, pero Fernando y Eugenia sintieron algo distinto:
un latido, profundo y antiguo, vibrando bajo el suelo.
Eugenia levantó la vista hacia la torre del reloj municipal.
Las manecillas se habían detenido exactamente a las tres y cuatro de la madrugada, la hora en que todo había comenzado.
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—Tenemos poco tiempo —dijo Fernando, ajustándose la bufanda mientras el viento agitaba las hojas de su cuaderno—.
—¿Tiempo para qué? —preguntó Eugenia, mirando hacia el cielo encapotado.
Fernando la miró en silencio, los ojos reflejando el parpadeo de las luces de la calle.
—Para entrar en sus sueños. Antes de que algo más lo haga.
Y entonces, desde algún punto de la ciudad, se escuchó el primer llanto:
un niño que despertaba…
pero sus ojos ya no eran los mismos.