Somnia: el silencio de los dormidos

Capítulo 4 – La Reina del Río

El aire estaba denso, húmedo.
Fernando abrió los ojos y lo primero que vio fue el reflejo de la luna deformada flotando sobre un agua inmóvil. Estaba tendido en la orilla del lago del sueño, donde el silencio tenía un peso casi físico.
A lo lejos, los niños seguían allí. Caminaban en círculos, cantando, con los ojos cerrados.
Cada uno murmuraba una parte de la misma frase:
“El río los llama… el río los llama…”

Fernando intentó moverse, pero el suelo estaba cubierto de una sustancia viscosa, como si el sueño se estuviera pudriendo.
Sacó su cuaderno del abrigo; la tapa estaba agrietada, y una luz azul se filtraba desde dentro.
Lo abrió, pero las palabras se deshacían apenas las leía, como si el sueño mismo se resistiera a ser comprendido.

Una voz resonó cerca, suave y lejana a la vez:
—No deberías estar aquí, soñador.
Fernando giró. Una niña de unos ocho años lo observaba desde detrás de un árbol. Tenía un vestido blanco manchado de barro y los ojos vacíos, sin pupilas.
—¿Dónde están los demás? —preguntó él.
La niña sonrió, mostrando una calma que dolía.
—Jugando con ella.
—¿Quién es ella?
—La Reina del Río —dijo, señalando el agua con un dedo tembloroso—. Ella nos enseña a dormir para siempre.

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En el mundo real, Eugenia buscaba desesperadamente entre los libros que habían traído.
Sobre la mesa del hotel había notas, símbolos, hojas arrancadas del cuaderno de Fernando.
En el suelo, su cuerpo permanecía inmóvil, respirando lentamente.
Cada tanto, sus dedos se movían levemente, como si escribiera en el aire.

El reloj marcaba las tres y cuarto.
La misma hora.
Otra vez.

Eugenia encendió una vela y comenzó a trazar un nuevo círculo, esta vez con sal y trozos de cuarzo.
—Si no puedo entrar donde está él, voy a atraerlo de vuelta —murmuró.
Sus manos temblaban, pero su voz seguía firme.
Cerró los ojos y, con un tono bajo y pausado, recitó la oración que Fernando había escrito en una de las notas:

“Lo que sueña no pertenece al sueño.
Lo que ama, no se disuelve en la sombra.
Regresa al origen, portador de la llama.”

Al terminar, el cuaderno de Fernando se abrió de golpe.
Las páginas se movieron solas hasta mostrar un símbolo en tinta roja: un círculo atravesado por una línea ondulante.
Eugenia lo reconoció.
Era el signo del Río de los Dormidos, una leyenda que hablaba de un espíritu que recolectaba las almas de los niños para mantener vivo su propio sueño.

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Dentro del plano onírico, Fernando se internó entre los árboles.
La niebla se volvió más espesa, y cada paso lo alejaba de sí mismo.
El sonido del agua se mezclaba con risas y llantos.
A veces creía ver a Eugenia entre los troncos, pero al acercarse, las figuras se disolvían en humo.

Llegó hasta un claro.
En el centro, una figura femenina emergía lentamente del agua.
Era alta, envuelta en un manto de sombras que goteaban como tinta.
Su rostro seguía cubierto por una máscara blanca, pero ahora las grietas formaban una sonrisa.
—Te estaba esperando —dijo la mujer, con una voz que parecía provenir del agua misma.
Fernando retrocedió un paso, sintiendo cómo el suelo se ondulaba bajo sus pies.
—¿Quién sos?
—Soy la guardiana de los sueños olvidados. La que cuida a los que el mundo ya no quiere despiertos.
Su tono era dulce, casi maternal, pero cada palabra vibraba con una resonancia siniestra.
—Los niños no sufren aquí —continuó—. Aquí duermen sin miedo. En el mundo de ustedes, lloran, se enferman, mueren… Aquí los conservo. ¿Por qué querrías arrebatármelos?

Fernando apretó los puños.
—Porque no son tuyos.
Ella inclinó la cabeza.
—Todo lo que duerme me pertenece.

El suelo tembló.
El lago comenzó a burbujear, y los niños se acercaron, tomados de la mano, formando un círculo alrededor de ella.
Los ojos vacíos de los pequeños brillaban con un resplandor azul.
—Ellos me eligieron —dijo la Reina del Río, extendiendo las manos—. No quieren despertar.

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En el mundo real, Eugenia abrió una Biblia vieja y la colocó sobre el pecho de Fernando.
Sus labios se movían rápido, recitando oraciones y fragmentos de rituales antiguos.
El aire en la habitación comenzó a vibrar. Las luces titilaron.
En el espejo, el reflejo de Fernando se movió… aunque su cuerpo seguía inmóvil.
Eugenia retrocedió un paso, asustada.
El reflejo abrió los ojos, negros como el agua profunda, y sonrió.

La vela se apagó.
Y la voz de Fernando surgió desde el espejo, distorsionada:
—No la despiertes, Eugenia. Si lo hacés… Él abrirá los ojos.

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Fernando dentro del sueño sintió el llamado de ella.
La Reina levantó la mano, y del lago emergió una figura gigantesca, imposible de definir, formada por rostros y brazos entrelazados.
Era como si los sueños de todos los niños hubieran tomado cuerpo.
Fernando cayó de rodillas. El peso de esa presencia lo aplastaba.

Pero en su pecho comenzó a brillar una llama azul.
El fuego de Somnia.
La esencia que lo conectaba con los sueños ajenos, pero también con la realidad.
—No los vas a tener —dijo, incorporándose.
Abrió su cuaderno. Las páginas ardieron con luz azulada.
—Porque ellos todavía pueden soñar despiertos.

El fuego estalló en una onda que hizo temblar todo el lago.
La Reina del Río gritó, retrocediendo, mientras su máscara se resquebrajaba.
Bajo ella, no había un rostro… sino un vacío con miles de ojos.

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En el hotel, Eugenia gritó el nombre de Fernando y arrojó el cuaderno al círculo de sal.
El fuego azul surgió del suelo, envolviendo su cuerpo y el de él.
Por un instante, el tiempo se detuvo.
La ciudad entera pareció contener la respiración.
Los relojes volvieron a moverse.

Fernando abrió los ojos.
La habitación olía a humo y a hierro.
Eugenia estaba a su lado, temblando, pero viva.
Él se incorporó lentamente, con el rostro cubierto de sudor.
—¿Volviste? —susurró ella.
Fernando asintió.
—Sí… pero no todos.
Miró el cuaderno, ahora cerrado y ennegrecido.
En la tapa, una sola palabra escrita con ceniza:



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En el texto hay: paranormal, paranormal suspenso

Editado: 22.10.2025

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