El amanecer llegó sin color.
Una neblina espesa cubría Casilda, difuminando los bordes de las casas, los árboles y los rostros. El aire olía a hierro y tierra mojada, como si hubiese llovido durante la noche, pero ni una gota había caído del cielo.
Las calles estaban vacías.
Solo se oía, a lo lejos, el sonido apagado de los generadores eléctricos y el llanto de alguna madre que no había dormido en días.
En el hotel municipal, Eugenia se asomó por la ventana del segundo piso.
La ciudad parecía suspendida en un sueño gris.
Fernando yacía en la cama detrás de ella, con el rostro pálido y los labios resecos. Había despertado hacía pocas horas, después de pasar casi doce dentro del plano onírico. Desde entonces, su mirada estaba perdida, y las palabras que lograba pronunciar parecían venir de otro lugar.
—No era solo un sueño… —murmuró, sin mirar a Eugenia—. Era una mente… una conciencia hecha de muchas.
—Tranquilo —le dijo ella, acercándose con una manta—. Ya estás de vuelta.
—No —replicó él con voz hueca—. Algo más volvió conmigo.
Eugenia sintió un escalofrío recorrerle los brazos.
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A las nueve de la mañana, el intendente golpeó la puerta con fuerza.
Tenía el rostro desencajado, los ojos rojos y la camisa empapada en sudor.
—¡Se volvió a repetir! —gritó apenas entró—. ¡Otros quince chicos cayeron dormidos! ¡Esta vez algunos adultos también!
Eugenia y Fernando se miraron en silencio.
—¿Dónde? —preguntó Fernando, levantándose con dificultad.
—En la zona sur, cerca de la plaza. La gente está alterada. Algunos dicen que vieron… cosas moverse entre las sombras.
Eugenia cerró los ojos. Sabía lo que eso significaba.
La entidad no se había quedado en el plano onírico. Había cruzado con Fernando.
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La plaza San Martín estaba rodeada de gente y patrulleros. Los niños dormidos habían sido colocados sobre mantas, alineados en el suelo. Los médicos intentaban sin éxito detectar signos de anomalías. Pero lo peor era el ambiente.
El aire vibraba, como si todo estuviera a punto de romperse.
Una mujer gritó.
—¡Miren! ¡En los árboles!
Todos alzaron la vista.
Las copas se mecían sin viento. Entre las ramas, colgaban figuras translúcidas, como siluetas de niños hechos de humo, balanceándose suavemente. Sus rostros eran difusos, pero sus bocas estaban abiertas en un gesto silencioso de grito.
Fernando se acercó, sintiendo el peso de la mirada de todos.
El murmullo de la multitud se volvió distante, irrelevante.
En su cabeza, una voz susurró:
—Gracias por abrir la puerta, soñador.
Cerró los ojos.
Un estremecimiento recorrió su columna. Las palabras no provenían del exterior: estaban dentro de él, resonando como un eco en una caverna.
Cuando los volvió a abrir, el aire frente a él se distorsionó.
Un niño —uno de los dormidos— comenzó a levitar lentamente. Su cuerpo se arqueó en el aire y de su boca salió un hilo de humo negro que ascendió, uniéndose a las sombras de los árboles.
—¡Fernando! —gritó Eugenia, corriendo hacia él.
—Ya está aquí —dijo él, con un tono de aceptación aterradora—. El sueño encontró su reflejo.
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Esa noche, el fenómeno se expandió.
En los hospitales, las máquinas comenzaron a marcar pulsos erráticos.
Los pacientes que dormían pronunciaban las mismas palabras:
—Despierten... despierten... despierten...
En las calles, las farolas parpadeaban en sincronía con los latidos de los dormidos.
El viento traía un murmullo infantil que parecía venir desde los techos.
Y, a las 23:00, un apagón total cubrió la ciudad.
Eugenia y Fernando se refugiaron en la sede municipal junto al intendente.
Las radios emitían solo estática.
Los teléfonos no funcionaban.
Y afuera, en medio de la oscuridad, se veían siluetas caminar.
No eran humanos.
Eran las mismas sombras que Fernando había visto en el otro lado, cruzando ahora por las calles de Casilda, arrastrando el polvo del sueño sobre el pavimento. Algunas se colaban por las ventanas, otras se desvanecían al tocar las luces de las linternas.
Pero todas iban en la misma dirección: hacia el centro de la ciudad.
—Van hacia la iglesia —dijo Fernando, observando el mapa extendido sobre la mesa.
—¿Por qué allí? —preguntó el intendente.
—Porque ahí empezó todo —respondió Eugenia—. Cuando Fernando descendió en el sueño colectivo, el corazón del plano onírico tenía una torre. Era idéntica al campanario de la iglesia San Pedro.
Fernando se llevó las manos a la cabeza.
Las voces regresaban.
—Despierten al silencio... despierten al silencio...
Su nariz comenzó a sangrar.
Eugenia lo sostuvo antes de que cayera.
—Están usando mi conexión —dijo él entre jadeos—. Están usando mi mente para anclarse aquí.
—Entonces tenemos que romper el vínculo —respondió ella con determinación.
Eugenia sacó de su bolso el libro de sueños antiguos, el mismo que había heredado de su abuela, y lo abrió en una página marcada con símbolos circulares.
—Hay una forma... pero es arriesgada.
—Todo esto ya lo es —dijo Fernando, limpiándose la sangre—. ¿Qué necesitás?
—Tiempo —contestó ella—. Y que nadie entre en esa iglesia hasta que terminemos.
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Minutos después, la pareja avanzaba por la calle empedrada bajo la niebla.
El campanario se alzaba entre la oscuridad, y cada campanada resonaba con un eco que no parecía venir del metal, sino del aire mismo, como si la ciudad entera estuviera tocando la campana desde adentro.
Al llegar a la puerta, Fernando se detuvo.
—No entres si sentís que algo te llama. Este lugar... ya no es del todo nuestro.
Eugenia asintió, pero su mirada no vaciló.
La puerta se abrió sola.
Del interior salió un soplo helado que apagó las linternas.
Y entonces la escucharon: una canción de cuna, susurrada por decenas de voces infantiles.