Somnia: el silencio de los dormidos

Capítulo 6 — El despertar de la ciudad

La campana mayor de la iglesia de Casilda retumbó en medio del caos.
Un sonido hueco, metálico, que se colaba entre los gritos y los murmullos del viento. El aire vibraba como si el cielo estuviera a punto de partirse en dos.

Dentro del templo, Fernando sostenía su espada onírica con ambas manos. El filo temblaba, ardiendo con una luz blanca que parecía absorber la oscuridad del ambiente. A su alrededor, las sombras se arremolinaban, tomando formas humanas que chillaban sin boca, como recuerdos deformados de los niños dormidos.

Eugenia, frente al altar, permanecía inmóvil, con los ojos cerrados. Su respiración era lenta, profunda, como si el aire que inhalaba no perteneciera del todo a este mundo. A través de su cuerpo, una corriente de energía azul comenzaba a fluir, marcando sus venas con un brillo sereno.

Fernando la miró una vez más.
Sabía que en cuanto cruzara el umbral del sueño, tal vez no podría volver.
Pero también sabía que, sin ella, el eco jamás se rompería.

—Te estaré esperando —dijo él en voz baja.

Eugenia asintió, apenas, antes de que su cuerpo se desplomara suavemente al suelo. En el instante en que su cabeza tocó las baldosas frías, una ráfaga de viento recorrió la iglesia, apagando todas las velas. La espada de Fernando se encendió por completo, iluminando el rostro dormido de ella.

Entonces, el silencio.

Y después… el rugido.

Desde los vitrales estallaron fragmentos de luz y sombra. Figuras negras salieron disparadas por las calles de Casilda, cubriendo el cielo con una marea de formas que se movían como humo líquido. Las luces de la ciudad titilaron, los semáforos se apagaron y las personas comenzaron a caer de rodillas, gritando los nombres de sus hijos.

Fernando corrió hacia la puerta del templo y vio cómo la realidad se distorsionaba.
El suelo respiraba. Las casas se estiraban como si fueran de cera. Los árboles sangraban hojas negras.
Era el choque entre los dos planos: el real y el onírico.

En ese momento, dentro del sueño, Eugenia caminaba sobre un campo blanco interminable.
No había sonido, ni viento, ni horizonte.
Solo una neblina espesa que le cubría los pies.

A lo lejos, distinguió siluetas de niños flotando, unidos por hilos luminosos que los conectaban a una figura inmensa: una entidad sin rostro, tejida de voces. Cada palabra que pronunciaba resonaba en el aire como si fueran cientos de susurros repitiendo una misma frase:
“No queremos despertar.”

Eugenia extendió la mano, y una esfera de luz azul surgió de su pecho. Dentro de esa luz veía reflejado el rostro de Fernando, luchando afuera, resistiendo.

—Ustedes no están solos —susurró—. Pero este no es su lugar.

La entidad rugió, y el mundo onírico comenzó a temblar.
Eugenia cerró los ojos y apoyó las manos en el suelo.
Desde su cuerpo se expandió una onda de energía pura, atravesando la neblina, rompiendo los hilos que unían a los niños con la criatura.

Uno a uno, los pequeños comenzaron a desvanecerse, regresando a sus cuerpos reales.
Sus nombres resonaban como campanas en el aire.

En la iglesia, Fernando sintió el cambio.
El aire se volvió más liviano, y las sombras empezaron a disolverse.
Sin embargo, la entidad, ahora debilitada, lanzó un último ataque, apareciendo como un espectro gigantesco sobre el altar.

Fernando corrió hacia él, atravesando la lluvia de cristales que caía del techo.
Con un grito, levantó la espada y la hundió en el centro del espectro, liberando una descarga de fuego blanco que iluminó todo Casilda.

Por un segundo, el tiempo se detuvo.

Y luego… la calma.

El sol comenzó a asomarse por el este.
Las calles estaban en silencio.
Uno a uno, los niños dormidos abrieron los ojos en sus camas.
Sus madres lloraban.
Los médicos, incrédulos, observaban los monitores que volvían a marcar respiraciones normales.

Fernando cayó de rodillas, exhausto.
La espada se desvaneció en sus manos, y el sonido de los pájaros regresó, como si el mundo recordara su rutina.

Al girarse, vio a Eugenia sentada en el suelo, con la mirada perdida pero viva.
Ella lo miró, y una lágrima rodó por su mejilla.

—Volvimos —dijo él, apenas sonriendo.

—Todos volvieron —susurró ella, mirando hacia las vidrieras destrozadas por donde se filtraba la primera luz del día.

Afuera, las campanas de la iglesia repicaron una vez más.
No como presagio, sino como cierre.

Días después, los noticieros hablarían de un “misterioso caso de sueño colectivo” que nadie logró explicar.
El intendente agradecería públicamente a “los investigadores oníricos” que habían ayudado a restablecer la paz.
Pero Fernando y Eugenia sabían que había algo más profundo, algo que las cámaras no podían registrar: el silencio que quedó entre los sueños rotos de los niños.

Esa noche, mientras descansaban en su casa, Fernando se quedó mirando la ventana.
El reflejo del cielo sobre el vidrio parecía vibrar, y por un instante juró escuchar un suspiro lejano, como un eco.

Eugenia, medio dormida, murmuró:

—¿Todavía pensás en Casilda?

Fernando asintió.
—Solo en los que sueñan.

Ella sonrió débilmente y lo abrazó.
La noche siguió en calma.
Y por primera vez en semanas, durmieron sin miedo.

Fin.



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En el texto hay: paranormal, paranormal suspenso

Editado: 22.10.2025

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