Somnun: Entre sueños y sombras

Capítulo 1- El Despertar

Las primeras luces del amanecer se colaban tímidamente entre las cortinas grises, como dedos de sol acariciando lo desconocido. Eran haces dorados y suaves que descendían con sigilo, proyectando líneas danzantes sobre el suelo de madera desgastada, como si la habitación misma estuviera despertando junto con su habitante. El polvo en el aire flotaba en espirales etéreas, atrapando esa luz tenue y otorgándole un aspecto de magia suspendida.

La habitación era pequeña, pero no por ello menos acogedora. Cada rincón hablaba de historias detenidas en el tiempo. Las paredes, pintadas de un azul antiguo ya desvaído, estaban adornadas con fotografías descoloridas: momentos detenidos de un pasado borroso, sonrisas perdidas en la memoria y paisajes de lugares que ya no existían, o tal vez nunca lo hicieron. Un estante medio roto sostenía una pila de libros tan altos como desordenados, con páginas dobladas y lomos resquebrajados de tanto ser releídos. Allí convivían mundos de fantasía, ciencia antigua, relatos de sueños lúcidos y mapas de constelaciones desconocidas.

Sobre el escritorio de roble, junto a una lámpara de luz cálida y una taza con restos secos de té, reposaban papeles sueltos, notas garabateadas con urgencia nocturna, y un cuaderno de tapas negras que parecía más un relicario de secretos que una libreta común. El aire estaba impregnado por un tenue aroma a lavanda vieja —un olor persistente, reconfortante, casi materno— que emanaba de una pequeña bolsita de tela colgada de la cabecera de la cama. Se decía que era para espantar pesadillas, pero Heather nunca lo supo con certeza. Solo sabía que no podía dormir sin ese olor envolviéndola.

La atmósfera que se respiraba era extraña, casi irreal. Era como si aquella habitación no perteneciera por completo al mundo físico. Como si fuera una grieta entre dos realidades. Una burbuja suspendida entre el ayer y el ahora. Y en el centro de ese espacio liminal, envuelta en mantas que habían perdido su suavidad original, dormía ella, con el ceño levemente fruncido, atrapada entre los restos de un sueño que aún se aferraba a los bordes de su conciencia.

Sus pestañas parpadearon varias veces mientras su mente intentaba aferrarse a los últimos vestigios de un sueño que ya comenzaba a desvanecerse. Aún sentía el frío de un río que nunca tocó, el eco de una voz que le hablaba en un idioma olvidado, y un olor a tierra húmeda que no correspondía a la ciudad.

“¿Otra vez el bosque?” pensó, mirando el techo sin moverse.

Se incorporó con lentitud, como si el mundo todavía estuviera hecho de neblina. Su cabello castaño caía en ondas suaves alrededor de su rostro pálido. Tenía apenas diecisiete años, pero sus ojos verdes profundos brillaban con la sabiduría de quien ha visto más de lo que debería.

Heather no tenía pesadillas comunes. Desde que tenía memoria, sus sueños eran portales, visiones. No sabía por qué, ni desde cuándo exactamente, pero podía ver cosas antes de que pasaran. Algunas triviales. Otras, devastadoras. Y aunque nadie lo sabía, llevaba más de una década cargando ese secreto.

—Misma canción, diferente noche —murmuró con la voz rasposa del sueño.

A un costado de la cama, sobre una mesita rústica de madera agrietada por el tiempo, descansaba su objeto más preciado: un cuaderno de tapas negras, cubierto de arañazos, manchas de tinta y marcas de dedos que hablaban de muchas noches sin descanso. No tenía título, ni adornos, ni nombres. Solo esa textura de uso constante que lo convertía en algo vivo, algo íntimo. Era más que un cuaderno; era su santuario. Su memoria alterna. Su otra voz.

Heather lo tomó con manos aún temblorosas por el frío de la madrugada y el eco persistente del sueño. Sus dedos acariciaron la tapa por un instante, como si pidieran permiso antes de entrar. Entonces lo abrió, rápida pero ceremoniosamente, pasando por páginas llenas de caligrafía apretada, dibujos fragmentarios, anotaciones cruzadas y símbolos que solo ella entendía. Algunos estaban escritos con urgencia, con tinta corrida por lágrimas. Otros con paciencia obsesiva, como si capturar un detalle fuera cuestión de vida o muerte.

Tomó el bolígrafo que siempre dejaba bajo la almohada y, con la respiración aún irregular, comenzó a escribir lo poco que recordaba, antes de que se desvaneciera como niebla al sol:

Bosque oscuro. Hojas flotando en el aire sin viento. Piedras suspendidas en el espacio como si el tiempo hubiera olvidado cómo caer. Voz masculina, profunda, sin rostro. El eco repetía una palabra que ya había soñado antes, pero que esta vez retumbaba con fuerza: “Somnun”. Tres veces. Somnun. Somnun. Somnun.

Escribía rápido, casi sin pensar, dejándose llevar por la sensación visceral de estar transcribiendo algo importante. Como si su cuerpo supiera que olvidar aquello sería una pérdida irreparable. Sus ojos pasaban de la página a la pared, donde un pequeño reloj de agujas avanzaba sin prisa, pero sin pausa. El mundo despertaba, pero Heather seguía allí, atrapada en ese instante entre el sueño y la vigilia.

Ya casi llenaba el tercer cuaderno. Tres volúmenes completos de sueños, símbolos y palabras que se repetían con patrones imposibles. Algunos sueños eran fragmentos de futuro que luego se cumplían, otros eran escenarios surrealistas que no tenían lógica, pero que le dejaban en el pecho una sensación inquietante de advertencia. Cada página era una pieza de un rompecabezas mayor que aún no sabía cómo armar. Cada palabra, una chispa en la oscuridad de una verdad que no podía —o no debía— entender por completo.




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