Heather retrocedió un paso, instintivamente.
El colgante que llevaba al cuello, frío como la plata durante todo el día, ahora ardía suavemente contra su piel, como si algo dentro de él —una chispa dormida, una conciencia antigua— hubiera despertado al ver a aquel hombre.
El extraño avanzó hasta quedar justo debajo del farol más cercano. La luz tenue, amarillenta, lo envolvió como un velo espeso, revelando sus facciones con una claridad casi inquietante.
No parecía real. O mejor dicho, no parecía enteramente humano.
Sus rasgos eran angulosos, esculpidos con precisión matemática. Pómulos altos, mentón afilado, una nariz recta demasiado perfecta. Su piel, pálida como mármol bajo la lluvia, no mostraba arrugas ni imperfecciones, pero tampoco juventud. Era como si su rostro existiera fuera del tiempo, atrapado en una edad indefinida.
Y sus ojos…
Eran grises. Pero no el gris común del cielo encapotado o del cemento mojado. Eran grises como el humo de un incendio antiguo, con un matiz perlado, como si guardaran dentro de sí la ceniza de algo que se había quemado hacía mucho. Heather sintió, al mirarlos, que esos ojos habían visto cosas que ella no podría comprender ni en mil sueños.
Vestía con una elegancia ajena al presente: un abrigo largo de lana oscura, impecable, que rozaba el suelo con cada paso. Sus guantes de cuero negro brillaban bajo la luz como si acabaran de ser engrasados. Llevaba también una bufanda gruesa, color vino, anudada con precisión casi ritualista. Ninguna arruga, ninguna prenda fuera de lugar. Parecía salido de otra época… o de otro mundo.
A su alrededor, el aire parecía más quieto, como si incluso la brisa nocturna evitara rozarlo. Las sombras que proyectaba no coincidían del todo con las de los objetos cercanos; eran más densas, más oscuras. Heather lo notó, y esa contradicción le apretó el estómago.
Durante unos segundos, ninguno de los dos habló.
El silencio era espeso, como si la ciudad se hubiera congelado alrededor de ellos.
Heather tragó saliva. Su respiración era corta, entrecortada. Sus piernas temblaban, pero no de miedo puro… era algo más profundo. Algo instintivo. Como si cada célula de su cuerpo reconociera a ese hombre, incluso si su mente no encontraba recuerdos a los que aferrarse.
Él la miraba sin apuro. Como si supiera que ella no huiría. Como si estuviera esperándola desde siempre.
Heather sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el clima.
—¿Quién... quién es usted? —su voz tembló más de lo que habría querido al romper el silencio tortuoso.
—No temas. No vine a hacerte daño. Vine a entregarte algo que me fue confiado… hace muchos años.
Heather tragó saliva, sin moverse.
El hombre no dijo una palabra más. En cambio, deslizó lentamente una mano enguantada dentro de su abrigo, con una delicadeza casi ritual. El movimiento fue silencioso, preciso, como si ya supiera exactamente lo que iba a sacar, como si hubiera repetido aquel gesto incontables veces en otro tiempo… o en otros sueños.
De entre las capas oscuras de lana emergió una caja rectangular de madera envejecida. No era más grande que un libro de bolsillo, pero tenía un peso que se percibía incluso antes de tocarla. La sostenía con ambas manos, con una reverencia discreta, como si aquello que contenía no solo fuera importante, sino sagrado.
La madera era oscura, profundamente veteada, con tonos que variaban del ébano al caoba según cómo le diera la luz del farol. Tenía una textura antigua, como si hubiera sido pulida por décadas de manos invisibles. No llevaba cerradura visible, ni bisagras metálicas. Ningún adorno evidente, ni ornamentos dorados. Nada que sugiriera valor material.
Solo un grabado.
Apenas visible a simple vista, casi oculto bajo la sombra de sus propios trazos, estaba tallado en el centro de la tapa un símbolo: un círculo cruzado por una línea diagonal, como una versión primitiva de un eclipse, o tal vez una luna atravesada por una grieta. La línea no era recta del todo. Tenía una ligera curvatura, como el trazo de algo orgánico… una serpiente, quizá, o una espiral incompleta. No estaba claro si representaba una división… o una unión.
Heather sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Ese símbolo. Lo había visto antes. En sueños. En dibujos que aparecían espontáneamente entre sus garabatos. En los márgenes de sus cuadernos, sin que lo notara. Como si su subconsciente ya lo conociera. Como si algo más profundo, más viejo que ella, lo estuviera intentando recordar desde siempre.
El hombre extendió la caja hacia ella, con los brazos rectos, sin titubeos. No habló. No explicó. Solo la sostuvo entre ambos, como si estuviera haciendo una entrega solemne… o sellando un destino.
Y Heather, incapaz de apartar los ojos del grabado, sintió que su vida entera acababa de inclinarse hacia un abismo que ya no podría ignorar.
—Tus padres me encargaron que te la diera… cuando estuvieras lista.
—¿Mis… padres?
—Arnold y Elena James. Ambos sabían que llegaría este día. Que soñarías con el nombre. Que el colgante reaccionaría. —El hombre extendió la caja hacia ella, con firmeza—. Somnun te llama, Heather.