El mundo cambió.
De forma abrupta, irrebatible.
Ya no había paredes. Ni cama. Ni lámpara.
Ni siquiera suelo en el sentido habitual.
El espacio que la rodeaba se había deshecho como un velo arrancado por el viento. Lo concreto desapareció en un suspiro. Lo conocido se evaporó como neblina bajo un sol invisible. Heather parpadeó, pero no hubo oscuridad al cerrar los ojos. Solo luz. Una luz viva, densa, que no dolía, que no cegaba… que acariciaba.
A su alrededor, no había habitación, ni ciudad, ni cielo como ella lo entendía. Había color suspendido en el aire. Había sonido sin fuente, notas que flotaban entre vibraciones. No sabía si estaba flotando, cayendo o simplemente existiendo entre dos estados que no tenían nombre en su mundo.
La gravedad era una idea lejana. El tiempo, una sensación líquida.
Y sin embargo, Heather no sentía miedo.
Sentía… destino.
Como si por fin sus pasos, sus sueños, sus fragmentos rotos, se reunieran en una sola línea. Una que la conducía aquí.
El suelo —si es que se podía llamar así— apareció bajo sus pies como una alfombra tejida de bruma sólida. Era suave, ondulante, cubierto por musgo que brillaba como si estuviera bordado de constelaciones diminutas. Y el aire… el aire tenía perfume a lluvia antigua, a madera fresca, a algo que no existía en su mundo, pero que su cuerpo reconocía con una nostalgia inexplicable.
Heather respiró. Y esa simple acción bastó para saber que ya no estaba donde había estado.
Había cruzado.
Estaba… en otro lugar.
Uno que no pertenecía al mundo físico, ni tampoco al sueño como lo había vivido antes.
Estaba en Somnun.
Y frente a ella, imponente se alzaba el bosque.
No uno cualquiera. Este no era el de sus sueños confusos, ni el que había imaginado en sus dibujos. Era real. Demasiado real. Los árboles se alzaban altísimos, con troncos plateados que resplandecían con la luz de un cielo sin sol. Las hojas, largas y traslúcidas, emitían un zumbido suave, como si compartieran secretos entre sí. A lo lejos, un arroyo serpenteaba con agua luminosa que no sonaba como agua, sino como campanas lejanas.
Heather giró sobre sí misma, atónita.
—¿Qué es este lugar...? —murmuró.
—Laront —respondió una voz detrás de ella.
Se dio vuelta de golpe. Alistair acababa de salir del mismo portal que la había tragado segundos antes. Ahora parecía mucho más cómodo, como si cruzar entre mundos fuera para él tan natural como respirar.
—Reino del Tiempo, uno de los siete que forman Somnun —añadió, sacudiéndose el polvo invisible de los hombros—. No hace falta que me agradezcas.
Heather entrecerró los ojos.
—No pienso hacerlo.
—Supuse que dirías eso —respondió él, encogiéndose de hombros con una sonrisa apenas perceptible—. Vamos.
—¿Perdón? ¿A dónde?
—Con Percival Grayson. Te está esperando. Todo el mundo lo está.
—¿Todo el mundo…?
Alistair se giró y comenzó a caminar sin responder.
Heather dudó unos segundos.
El mundo que la rodeaba desafiaba toda lógica, toda ciencia, toda cordura. Las hojas brillaban como cristales vivos. Las raíces flotaban como si la gravedad fuera una sugerencia. Y el cielo... el cielo no tenía un solo color, sino decenas, fundiéndose en una sinfonía de matices que danzaban con el ritmo de una brisa invisible.
Sus piernas aún no terminaban de creer lo que sus ojos veían.
Eran débiles, inseguras, como si pertenecieran a una versión más joven de sí misma, una que aún no había aprendido a sostenerse en mundos imposibles.
Pero su pecho... su pecho ardía.
No de miedo. No de incertidumbre.
De reconocimiento.
Algo muy profundo y muy antiguo se agitaba dentro de ella, como una memoria que no era suya, pero que vibraba en la misma frecuencia de su alma.
Como si su sangre recordara lo que su mente aún no podía nombrar.
Como si cada célula supiera que ese lugar —aquel bosque vibrante, vivo, onírico— era parte de ella.
Como si Somnun no fuera un descubrimiento…
sino un regreso.
Y entonces entendió.
Entendió por qué soñaba con este lugar desde que tenía memoria. Por qué el colgante latía con fuerza cuando lo veía. Por qué, a pesar del miedo, no podía moverse hacia atrás. Porque algo —llámalo destino, instinto, magia— la empujaba a dar el siguiente paso.
Alistair no dijo nada. Solo caminó. Con esa seguridad irritante y desapegada que lo envolvía como una capa más.
Heather lo miró. No confiaba en él. Tal vez no lo haría nunca.
Pero él sabía algo. Y ella necesitaba respuestas.
Cerró los puños, clavó los talones en ese suelo de musgo estelar, y dio un paso. Después otro.
Y caminó tras él. No porque confiara. Sino porque, por primera vez en su vida, sentía que estaba exactamente donde debía estar.
El sendero que siguieron no era claro, pero tampoco caótico. El bosque parecía abrirse a su paso, como si conociera su destino. Flores flotaban a su alrededor, suspendidas como luciérnagas gigantes, y pequeños fragmentos de piedra se mantenían en el aire como si hubieran olvidado caer.