Capítulo 1
Discurso universitario
Juro que lo intento. Juro que no me estoy dando por vencida. Pero esto… esto me sobrepasa. Cada minuto me obliga a imaginar un final feliz, algo que me haga sentir viva. Sin embargo, todo lo que logro es sobrevivir un día más.
Últimamente, el miedo, la frustración, la incertidumbre, la ansiedad, y unas ganas enormes de llorar me acompañan cada mañana, como si fueran parte de mi rutina. Sé que no está bien, que no es sano, pero no puedo evitarlo. Todo por una maldita decisión.
Hace seis meses tomé la torpe —o quizás valiente— decisión de dejar una de las que decían ser las mejores oportunidades de mi vida. Me hicieron creer que al soltar, ganaría algo mejor. Pero ese “algo mejor” aún no llega. Y en su lugar, me he encontrado sola, intentando no decepcionarme y, sobre todo, no decepcionar a mis padres.
Como cada mañana, escucho los ruidos que indican que el mundo sigue girando, aunque yo sienta que me detuve. Desde mi cama, sin fuerzas para levantarme, oigo mi madre, con cuidado, toca la puerta de la habitación de mi hermana, intentando no despertarme. Pero es en vano. Llevo despierta más de cuatro horas. Dormir se ha vuelto una batalla que rara vez gano.
Mi madre baja las escaleras ya vestida con su uniforme blanco. Sus pantuflas de gorila suenan suaves contra el piso. Luego, la puerta de mi hermana se abre; sé que está casada y que, a pesar de eso, aún vive aquí. Apuesto a que tiene ojeras profundas: vi la luz de su habitación encendida a las dos de la madrugada. Vaya que la medicina no es solo una carrera, es una pasión. Una vocación que la consume y la impulsa a partes iguales.
Y yo… yo sigo aquí, atrapada entre lo que fui, lo que dejé atrás, y lo que no llega.
Unos minutos después, la casa queda en silencio. Mi madre y mi hermana se han ido. Bajo a la planta baja. Me siento cansada. El cuerpo me duele. No fue una buena noche.
Al llegar a la cocina, lo primero que veo es una charola sobre la mesa.
Puedo imaginar que mi madre pensaba subir el desayuno a mi habitación, pero tal vez me vio dormida y decidió no molestar. Aunque la verdad… yo no dormía. Solo no tenía fuerza para moverme.
Sobre la mesa, me espera mi desayuno: huevos revueltos con rodajas de jitomate, pan tostado con aguacate y una taza de leche con chocolate aún tibia.
Sonrío para mí. Me agradan los desayunos de mamá.
Intento comer lo más despacio posible, pero no puedo. Este mal hábito —comer rápido, sin disfrutar— me sigue carcomiendo. Busco una distracción. Saco el móvil del bolsillo de mi sudadera azul.
Lo primero que reviso es mi bandeja de entrada.
Nada.
Ninguna aceptación. Ningún correo de seguimiento. Vacantes a las que postulé hace semanas siguen sin responder. Deslizo el dedo por la pantalla una, dos, tres veces.
Nada.
¿Qué demonios? ¿Acaso no soy lo suficientemente buena para sus estúpidos puestos?
Dejo el móvil bruscamente sobre la mesa. Ya no tengo apetito. Abandono el desayuno a la mitad y subo a mi habitación. Enciendo la computadora. Abro mi hoja de vida por décima vez. Busco errores. Me convenzo de que una coma mal puesta puede ser la razón por la que nadie llama.
Estoy enfrascada. Desesperada.
Busco fallas en mí, incluso cuando sé que no todo está en mis manos.
Frustrada, minimizo la plantilla de mi hoja de vida y dejo en primer plano el video de mi graduación. Es un video que he reproducido decenas de veces, aunque nunca llego al final. Siempre lo detengo justo antes de que comience mi discurso.
El video inicia. La transmisión en directo de la universidad muestra a uno de los maestros más emblemáticos de la facultad.
Tiene el rostro serio, barba tupida, lentes gruesos y una calvicie incipiente. Viste un traje gris perfectamente planchado, acompañado de una corbata roja sencilla pero elegante.
—El día de hoy me enorgullece vestir de gala esta mañana —dice, haciendo una breve pausa mientras lee las tarjetillas con el guion frente a él—. Una de las mejores generaciones está aquí... alumnos, jóvenes... o bien, profesionistas.
—Profesionistas —repito en voz baja, como si la palabra aún me perteneciera.
La cámara enfoca al auditorio. Todos aplauden. Las caras que aparecen en pantalla me resultan familiares, incluso entrañables. Algunos ya deben estar trabajando en el extranjero, otros quizás ascendieron, y yo...
Sigo aquí. Viendo un recuerdo.
—Vivan una vida plena, con el sabio conocimiento que adquirieron en su casa de estudio. Solo vivan. No vivan deprisa, ni rápido —continúa el maestro con tono pausado y solemne.
Repito la frase junto con él. Casi susurrando.
Como si necesitara creer que todavía hay tiempo.
El director finaliza su largo discurso de unos minutos, dejando que el eco de sus palabras se disuelva en el auditorio. Luego, con voz solemne, pronuncia mi nombre.
Los aplausos me acompañan hasta el podio.
Respiro hondo. Siento cómo me tiembla el corazón.
Ajusto el micrófono.
—Buenos días a todos —comienzo.