Capítulo 2
Una foto mal tomando
Jamás imaginé cuánta paz puede habitar en un amanecer. Todo parece renacer: la vida retoma su curso, la naturaleza agradece, y el mundo simplemente continúa. Hoy comprendo que vivimos tan deprisa que olvidamos las maravillas del universo, del mundo... y de las personas que nos rodean.
Sé que aún soy joven para cuestionarme la existencia, el futuro, la vida entera. Pero... ¿y si este fuera mi primer y último amanecer? ¿Y si, por no haberme atrevido a ganarle al sol, me perdiera de contemplar algo que lleva millones de años esperando ser visto?
Confieso que estar aquí me asusta. Me asusta pensar en lo que vendrá, en lo que soy, en este torbellino de pensamientos absurdos que, siendo tan joven, ya me desgarran por dentro.
—Es increíble, ¿verdad? —la voz sonó suave, como un hilo de aire tejido con la más sincera verdad.
Era un hombre de semblante sereno, que se encontraba a mi lado. Su mirada se perdía en el horizonte, y los primeros rayos del sol le iluminaban los ojos.
—Sí... lo es —respondí, sin apartar la vista de ese amanecer que, en pocos minutos, se transformaría en un hermoso día.
Una sutil nostalgia se escondía en mis palabras. En ese instante comprendí que el mundo no se detiene: la gente se levanta, repite sus rutinas, va al trabajo, a la escuela, toma el metro o el autobús. Conversan sobre lo que harán hoy, qué comerán, qué comprarán. Todos con la vista fija en sus móviles… y tan pocos que se detienen a mirar el cielo, a agradecer por el día que el universo nos regala.
—Es raro ver a jóvenes por este lado de la ciudad —dijo el hombre, rompiendo el silencio por segunda vez—. Los jóvenes de ahora viven muy rápido.
"Viven muy rápido." Esa frase me golpeó como un balde de agua fría. Tenía razón. Vivimos acelerados, con miedo de no lograr lo que deseamos. Pero lo más desesperante es que ni siquiera sabemos cómo vivir. No tenemos la menor idea de lo que queremos realmente.
—Es una lástima… —murmuré.
El hombre sabio sacó una cámara antigua, pero sorprendentemente hermosa. La alzó con cuidado y tomó una foto del horizonte. Disparó varias veces. Al hacerlo, noté su frustración: sus dedos, desgastados por los años de trabajo, le impedían capturar la imagen perfecta.
Decepcionado por no haber conseguido la foto que deseaba, abrió el estuche para guardarla.
—Temo que la foto no le hace justicia a lo hermoso que es —murmuró.
—¿Puedo intentarlo? —pregunté, acercándome un poco más hacia él.
Me miró con unos ojos grandes, rodeados de finas líneas que hablaban de tiempo vivido. Su expresión cambió por completo.
—¡Sí, claro! —exclamó con una alegría tan pura que me desarmó—. Toma.
Recibí la cámara entre mis manos. Era realmente maravillosa. De un color café profundo, con detalles metálicos en los bordes y un cinturón de cuero algo desgastado. No podía imaginar cuántas historias habría capturado a lo largo de los años. Tal vez esa cámara tenía más recuerdos que toda mi vida, tan ordinaria en comparación.
Ajusté el lente con cuidado. Tenía solo unos minutos antes de que el amanecer desapareciera por completo. Tomé varias fotos. Mientras lo hacía, el hombre sabio no dejaba de repetir lo maravilloso y agradecido que se sentía.
—¿Puedes revisarlas? —me pidió, mostrándome sus manos temblorosas. Entendí al instante que le costaba manejar la cámara, así que me encargué yo.
Le enseñé las fotos una por una.
—¿Le gustan? —pregunté, algo nerviosa.
—¡Son muy bonitas! —respondió con una sonrisa enorme—. ¡Oh, a Gretta le encantarán! —murmuró con ternura—. Muchas gracias, señorita…
—Oh… Mara. Soy Mara. Es un gusto —respondí, intrigada.
—Un gusto, señorita Mara. Soy Jesús —dijo mientras me estrechaba la mano. Era cálida, como su sonrisa. Agradeció una vez más.
—Ahora debo irme. Tengo que mostrarle las hermosas fotos que tomaste… Fue un gusto —dijo mientras se alejaba.
Con pasos lentos y firmes, caminó por el sendero, uno que parecía haber recorrido muchas veces antes.
—El gusto fue mío —susurré, levantando la mano en un gesto de despedida.
Aquel momento fue insólito, conocer al señor Jesús me hizo sentirme mejor y dejar de pensar en cosas que dañan mi vida. Al llegar a casa fue lo mismo, me sentía pesada y cansada al parecer el lugar que me hacia sentir reconfortante ahora me asfixia.
Dejé el abrigo sobre el sofá de la sala y fui directo a la cocina. Sobre la mesa me esperaba un vaso de jugo de naranja y un sándwich de lechuga con atún, junto a una nota escrita con la hermosa caligrafía de mi madre:
“¡Ten un lindo día! Abrígate bien, el clima está frío.”
Una sonrisa se formó en mi rostro. Amo a mi madre con toda el alma. Siempre me cuida, siempre me piensa.
Tomé el desayuno y saqué el móvil del bolsillo del pantalón. No había ninguna notificación fuera de lo común: el clima del día, algunas noticias de la ciudad. Actualicé la bandeja de entrada, y enseguida entró un mensaje de mamá, preguntándome adónde había ido esa mañana, acompañado por un sticker de su personaje favorito de Grey's Anatomy. Le respondí de inmediato: “A caminar.”