Somos demasiado jóvenes para dejarnos morir

Capítulo 3

Capítulo 3

Mi padre y la bufanda café.

Hace dos años.

Mi rostro está iluminado por la luz azulada de la computadora. El resto del edificio permanece hundido en una inmensa oscuridad. Hace horas que debí haberme ido a casa, pero mi estúpida obsesión por la perfección me obliga a seguir dándole vueltas a este proyecto.

Solo pienso en eso: todos están dando lo mejor de sí, y yo no puedo ser menos. No tan pronto, no después de haber sido elegida.
Me conozco. Sé que puedo lograrlo.

Tecleo con firmeza, solo me faltan un par de ajustes… hasta que el tono de llamada me saca abruptamente de mis pensamientos. Es la primera vez en horas que aparto la vista de la pantalla. Me cuesta enfocar, pero reconozco el nombre: “Papá 👮‍♂️”

Respondo.

—¿Hola, papá? ¿Estás bien? ¿Pasó algo? —pregunto mientras me froto los ojos.

Del otro lado, escucho un suspiro ahogado.
Mi estómago se tensa. Algo no anda bien.
—Tu madre me llamó —dice con voz cansada—. Me dijo que aún no llegas a casa.
Maldije en silencio.

—Mara, ¿sabes qué hora es? Es medianoche, y tú sigues trabajando.
Está enfadado, y no lo culpo.

—Lo siento… no me di cuenta de la hora. Solo termino esto y me voy. No hay de qué preocuparse —trato de sonar tranquila, convincente.

—No quiero que pases ni un minuto más ahí. Estoy afuera. Te llevo a casa —dijo en ese tono de "ya tomé la decisión".

Tomé un segundo. Miré a mi alrededor. Todo estaba en silencio, oscuro. Las demás computadoras apagadas. En mi escritorio: un vaso de café frío de la máquina exprés, una sopa instantánea vacía, una barra de chocolate. Lo único que había comido en todo el día.
Ni siquiera me tomé tiempo para ir al baño.

—Bajo en cinco minutos, papá —le dije antes de colgar.
Pero antes de que terminara la llamada, agregué en voz baja:
—Gracias, papá.

Tomé mi bolso, el primero que me regaló cuando me gradué de Finanzas y Economía. Cerré la computadora. “Solo una revisada cuando llegué a casa”, pensé.
Tiré la comida y el café. Guardé la barra de chocolate en el bolsillo de mi abrigo. Antes de bajar, fui al baño. Ya llevaba horas aguantando.

Me miré al espejo y confirmé lo que ya sentía: estaba hecha un desastre.
Ojos hinchados. Ropa arrugada. Una mancha de salsa en la blusa blanca. El cabello… ni hablar. Parecía que había metido la cabeza en un tornado.

Me arreglé un poco. No quería que papá me diera uno de sus sermones sobre “la imagen” a estas horas de la noche.

Tomé el acceso trasero y me dirigí a la entrada principal. Desde adentro, vi su auto estacionado. Estaba a pocos metros, con su uniforme de oficial.
Es un buen policía, aunque no siempre me gusta su trabajo. Significa que casi nunca está en casa.

Lo primero que me recibe al salir es una oleada de frío. Ajusto mi abrigo y meto las manos en los bolsillos. Paso por la caseta de seguridad y saludo a Pepe, el guardia. Ya no se sorprende de verme salir tan tarde.

—Buenas noches, Pepe —le digo con un gesto.
—Descansa Mara —responde con su saludo militar. Me hizo sonreír. De niña, yo también saludaba así cada vez que veía a papá con su uniforme.

—No era necesario venir hasta aquí. Juro que ya estaba empacando para irme —le digo a mi padre con una señal de promesa.

No responde. Solo me mira con sus ojos cansados. Tiene un poco de barba. Sacude la cabeza con resignación, se quita su bufanda café y me la coloca alrededor del cuello. Luego saca un gorro del bolsillo de su pantalón y me lo da.

—Abrígate bien. Hace frío. Te vas a resfriar— Era su forma de regañarme.

—¿Qué voy a hacer contigo, Mar…? —susurró con un suspiro frustrado. Su voz diciendo eso se sintió como una manta caliente.

—Gracias, papá —le respondí, apenas en un hilo de voz.

—Vamos, sube al auto. Tu madre está preocupada. Me ha estado llamando toda la noche —dice mientras abre la puerta. Yo lo imito.

La calefacción del auto entibia mi pequeño cuerpo. Me ajusto el cinturón de seguridad, y mi padre imita mi gesto antes de encender el motor. Toma dirección hacia mi apartamento, que está a unas pocas cuadras.

Lo observo de reojo. Está serio. Lo conozco bien: tiene el ceño fruncido y sus ojos color avellana muestran el cansancio de una larga jornada. Quizás fue una noche difícil, y yo, encima, le sumo el peso de mi incompetencia por no haber podido ir sola a casa.

—¿Cómo va el proyecto? —pregunta, rompiendo el silencio—. ¿Alguna novedad? Parece que tiene toda tu atención.

—Sí. Es importante para mí, es el segundo proyecto que me asignan —respondo, mirando por la ventana. La noche, en realidad, es hermosa—. Tuve suerte de que me eligieran.

—No… Ellos tienen suerte de tenerte —dice, mirándome por un segundo. Me reconforta escucharlo.

Unos minutos después, se estaciona frente al condominio donde vivo. Tomo mis cosas y bajo del auto. Mi padre también baja, con un par de bolsas en la mano. Entramos al edificio y nos dirigimos directamente al elevador. Presiona el botón del quinto piso.

Al entrar al apartamento, no se siente como un hogar. No tengo muchas cosas. Hace dos años que no encuentro el tiempo —ni la energía— para decorarlo. Entro primero, él después. Dejo mis cosas en el mueble viejo junto a la entrada. Él cuelga su abrigo y pasa directamente a la cocina. Deja las bolsas sobre la mesa.




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