Somos demasiado jóvenes para dejarnos morir

Capitulo 7

Capítulo 7

Chat sin leer

Era temprano, la primera luz de la mañana apenas empezaba a teñir el cielo.
Había salido a caminar sin rumbo, solo para despejar la mente. No había pegado un ojo en toda la noche. Los pensamientos —esos implacables— me acosaron sin tregua… y mis dedos fueron sus víctimas.

Cada uno de ellos tenía un rastro tenue de sangre, cubiertos con tiritas que intentaban contener no solo el dolor físico, sino también la ansiedad que me desbordaba.
Me senté en la única banca del parque, justo frente a una de las vistas más impresionantes que he visto jamás. El sol, elevándose en el horizonte, parecía tan cercano que sentía que podía tocarlo desde ahí.

—Que hermoso —dije en voz baja, como si al verbalizarlo pudiera soltar algo del peso.

—Oh… si, es realmente hermoso —respondió una voz familiar, detrás de mí.

Me giré con sobresalto.

Era Jesús.

Estaba de pie a un lado de la banca, como si hubiese estado esperando mi permiso para sentarse. Lleva puesto una camisa de color azul, junto con un chaleco y un abrigo negro.

—Es increíble que esto estuviera todo este tiempo aquí—confirmo, esta vez con más suavidad, mientras tomaba asiento junto a mí. Sus ojos bajaron un instante, notando las tiritas en mis dedos.

Por reflejo, escondí las manos dentro de las mangas largas de mi cárdigan gris. El frío se colaba bajo la tela de mi blusa de cuello alto, pero no me importaba. Nos quedamos en silencio, mirando el horizonte, como si su última frase hubiera roto algo más que el silencio: una especie de barrera invisible.

—Le gustaron las fotos a Gretta —solté, sin pensar demasiado. En realidad, quería saber si a ella le habían gustado. No eran las mejores fotos del mundo, pero había algo especial en ellas. Yo lo sabía.

—Le encantaron —susurró él, con una ternura que apenas cabía en su voz.

—Puedo tomar más fotos… si usted y Gretta quieren, claro. —La voz me tembló un poco. Tenía miedo de que dijera que no.

Jesús bajó la cabeza. Su expresión cambió ligeramente. Pensé, por un instante, que había dicho algo indebido.

—Hoy no la traje conmigo —dijo, directo, como suelen hablar los que ya han vivido demasiado para perder tiempo en rodeos—. Toda la semana la llevé conmigo. Pero hoy… no.

Me sentí decepcionada. Quizás ya no quería más fotos. Tal vez había perdido el interés.

—Tengo dedos torpes… solo la traje pensando en encontrarte… para que pudieras sacar algunas fotos para Gretta —confesó, bajando aún más la voz—. Pero no te encontraba.

Tragué saliva. No supe qué responder de inmediato.

—Yo… solo… fue una semana difícil. Extraña —murmuré.

Jesús asintió lentamente.

—No te preocupes. Lo entiendo. Eres joven. Tienes una vida —dijo, como si supiera exactamente qué clase de vida llevaba… y como si eso bastara para perdonarme.

Me gustaba pasar tiempo con Jesús. Es un buen amigo, entiende lo que es el silencio y lo que significa estar en silencio. Sus pocas palabras siempre llevaban un gran peso. Debo confesar que antes pensaba que pasar tiempo con personas mayores era aburrido, pero en realidad es como descubrir los trucos de la vida… como escuchar un gran libro abierto.

—¿Sabes, Mara? —dijo después de unos segundos.

Me volví hacia él. Tenía barba blanca, y sus anteojos descansaban con familiaridad sobre su rostro. Sentí verdadera curiosidad por lo que iba a decir.

—Deja de pensar tanto las cosas. Eso... eso acaba —hizo una pausa breve—. No sé por lo que estés pasando, pero déjame decirte que aquí tienes un amigo.

Llevó su mano al pecho, y un leve gesto de su cabeza me hizo sentir como en casa.

No supe qué decir. El señor Jesús, sentado a mi lado, me hablaba con una paz que me hacía pensar que había pasado por algo similar. Esas palabras las había escuchado antes —de mi madre, de mi padre—, pero nunca me estremecieron como lo hicieron las suyas.

—Gracias… —murmuré, arrastrando las palabras.

—Cuando tengas un espacio, ven a visitarme a mi tienda. Mis nietos dicen que parece un museo —se levantó con dificultad del banco, y me incorporé rápidamente para ayudarlo.

—Gracias, Mara —me dijo mientras colocaba su mano sobre mi hombro, como un gesto de consuelo.

Una vez más me quedé ahí parada, viendo cómo Jesús se alejaba. Todavía sorprendida por su invitación a su casa, o a su “museo”.

Retomé el camino a casa. Eran más de las diez de la mañana, tenía mucha hambre y me estaba congelando. Por un momento pensé en tomar el autobús, pero decidí caminar. Hacía tiempo que no estiraba las piernas. A veces siento que no aparento mi edad… que he envejecido, y eso que solo tengo 24 años. Aunque, claro, eso también cambiará pronto.

Antes de llegar a casa, pasé por una cafetería a comprar algo de pan y café para desayunar. Al entrar, el olor abrigador del lugar invadió mis fosas nasales. Era realmente agradable. Saludé con amabilidad, mientras disimulaba el dolor de estómago que llevaba arrastrando desde hace un par de días.

—Buenos días… Dos cuernitos y dos cafés para llevar. A nombre de Mara, por favor —pedí en la barra.

La mesera tomó mi orden y me hizo una señal invitándome a sentarme, pero…

Esa voz. Ese tono de voz lo reconocí al instante. Con cautela, busqué su origen… hasta que mis ojos se detuvieron en la mesa del fondo. Estaba de espaldas. Era él. Daniel.

Me cubrí la cabeza con el gorro para evitar que me viera lo único que deseaba en ese momento era que mi orden estuviera lista lo más pronto posible.




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