Somos demasiado jóvenes para dejarnos morir

Capitulo 9

Capítulo 8

Serás una excelente doctora.

Comienzo a creer que los únicos días en los que realmente puedo descansar y dormir bien... son los días que paso en el hospital. Suena contradictorio, lo sé. Pero es algo que parece estar en mi naturaleza: aquí, entre sábanas blancas y luces frías, pierdo la noción del tiempo y, por unas horas, no siento dolor ni preocupación.

Lamentablemente, nada de eso dura para siempre.

Empiezo a recuperar la conciencia gracias a un sonido persistente. Un bip constante, regular, como un metrónomo que marca el compás del lugar. Tardo unos segundos en ubicarme, pero el sonido proviene del monitor a mi lado.

El olfato me ayuda antes que la vista: alcohol, medicina, sangre... una mezcla de olores clínicos que me resultan extrañamente familiares. Abro los ojos con lentitud. Me pesan, como si llevara días dormida. Nada fuera de lo normal para mí.

Lo primero que veo es una luz cálida, algo tenue. Miro alrededor, pero no reconozco el lugar. Trato de incorporarme, pero un dolor punzante en el abdomen me lo impide. Instintivamente, llevo la mano a la zona. Está protegida. ¿Una venda? ¿Un apósito? No lo sé.

—¿Cómo te sientes, Mara? —pregunta una voz que no esperaba, suave y cercana.

Giro la cabeza buscando el origen. Es una enfermera joven. Podría tener mi edad, incluso menos. Me observa con atención, como si leyera algo más allá de lo físico.

—¿Sientes dolor? —repite con la misma calidez.

Niego con la cabeza. Me siento desorientada, confundida. No entiendo del todo qué está pasando.

—¿Qué me pasó? —logro preguntar con voz débil, arrastrada por el efecto de la anestesia.

Ella deja de escribir en una carpeta, se acerca y me acomoda la almohada con cuidado.

—Tuviste una operación de emergencia —responde con calma, como si supiera que cada palabra necesita caer con suavidad—. Tu doctor vendrá en un momento a explicarte cómo estás.

—Gracias…

La enfermera se dispone a salir. Pero antes de alcanzar la puerta, mi voz la detiene.

—¿Disculpe… cuánto tiempo llevo aquí?

Se gira, lentamente. Su rostro se vuelve serio.

—Tres días —responde tras una pausa—. En un momento… llamaré a tu familia.

Lo dice en voz baja, casi en un susurro. Como si temiera que la información pudiera romperme en mil pedazos.

La veo salir. Lo hace con pasos cansados, como si llevara más peso que solo su turno de trabajo.

Suelto el aire y dejo caer mi cuerpo sobre el colchón. Me duele todo. Como si me hubiera atropellado un camión. Cierro los ojos por un momento, intentando recuperar algún recuerdo. Algo. Pero todo está borroso, confuso. Fragmentos rotos en la memoria.

¿Qué me pasó?

El monitor sigue con su tono constante, el mismo que se ha vuelto fondo de todo.

Escucho la puerta abrirse con cuidado.

—¿Mara?

Es la voz de mi madre.

Asiento lentamente, sin responder de inmediato. Ella entra con pasos tímidos, como si no supiera si está autorizada a verme. La sigue mi padre, más callado que nunca. Su expresión es de esas que uno no puede leer fácilmente, como si estuviera concentrado en no decir lo que realmente piensa.

Mi madre se sienta al borde de la cama. Me toma la mano con cuidado, como si temiera romperme.

—Mara, cariño… ¿cómo te sientes?

Respiro hondo. Veo el cansancio en sus ojos. Su cabello negro, siempre tan pulcro, está un poco desalineado. Para ella, eso es casi un crimen. No lleva su bata blanca, deduzco que no fue al trabajo.

—Creí que lo tenía todo bajo control —digo. Es una mentira a medias, lo suficientemente débil como para no ser discutida.

Mi padre se mantiene de pie, al fondo de la habitación. Mira por la ventana, como si necesitara una excusa para no mirarme directamente. Tampoco lleva su uniforme. Se le nota agotado. Se ha dejado la barba, algo que no suele hacer. Se ve descuidado, y eso me duele más que cualquier palabra.

—El doctor dijo que fue una operación seria —comenta mi madre, intentando mantener la voz firme—. Que te salvó justo a tiempo.

—Sí… eso parece.

La conversación se ahoga en silencios. No hay preguntas directas. No hay reproches. Pero tampoco hay abrazos.

—¿Te duele mucho? —pregunta mi padre finalmente, sin apartar la vista del vidrio.

—No, ya no duele. Me siento mucho mejor… créeme, papá —respondo, forzando una sonrisa que no me sale del todo.

Mi madre aprieta mi mano. Luego la suelta, como si no supiera qué más hacer.

—Ya hemos pasado por esto una vez —dice—. Sabemos cómo salir de esta.

Dudo. Al estar de nuevo aquí, me doy cuenta de que no soy tan fuerte ni tan valiente como pensaba. Tengo 24 años. Se supone que soy una adulta. Pero no actúo como una.

—Sí… —respondo, con una voz más lejana de lo que esperaba.

Miro a mi alrededor, buscándola.

—¿Lily? ¿Dónde está mi hermana? ¿Está bien?

—Fue a casa a ducharse y descansar —responde mi padre, esta vez con algo más de suavidad—. Ella se quedó aquí toda la noche.

Finalmente, se gira. Me mira. Sus ojos no acusan ni consuelan. Solo están ahí, quietos. Como si esperara que dijera algo más. Algo que no sé cómo decir.

—Te ves cansada —murmura—. No hablaremos más por ahora. Descansa.

—Gracias… por venir.

Mi madre se inclina y me acomoda la manta sobre los pies. Me acaricia la pierna por encima del cubrecama con ese gesto breve que guarda para cuando no sabe si abrazarme o no.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.