Somos demasiado jóvenes para dejarnos morir

Capítulo 6

Capítulo 6

Daniel, él bueno compañero de trabajo

Hace dos años.

Es viernes por la noche. La oficina no está del todo sola; Daniel, mi compañero sigue afinando detalles sobre la presentación que el jefe envió a último momento.

“Mal pasadas”, solo puedo pensar.

Es viernes, estamos agotados y los ojos nos arden por el abuso de las pantallas, pero no hay marcha atrás. Esta presentación se entrega mañana a primera hora, y yo que pensaba que los sábados eran para descansar…

El bostezo de Daniel me saca de la pantalla por primera vez en casi cinco horas.

—Me duele la espalda —se queja, estirándose sobre el respaldo de la silla—. Hey, Mara.

—Vamos a casa —sugiere por décima vez.

—Solo unos minutos más, ya casi terminamos —respondo, mis dedos aún firmes sobre el teclado.

—Le prometí a mi abuelo llegar a tiempo para festejar su cumpleaños. — balbucea, casi para sí mismo, como si no quisiera que lo escuche.

Y entonces me golpea el recuerdo, como un flashazo incómodo. Soy una desconsiderada. Durante toda la semana, Daniel me habló del regalo especial para su abuelo. Quería algo distinto, no el típico presente de compromiso. Incluso había hecho trabajo extra para poder salir temprano hoy... y yo lo olvidé por completo.

“Soy una terrible persona, “¿Cómo pudiste olvidarlo?”, me reprocho.

Dejo de teclear. Ahora entiendo por qué lleva rato tan inquieto. Giro en mi silla lo observo. Está exhausto: el peinado perfecto de esta mañana es ahora un desastre; la camisa, desfajada; la corbata, un nudo sin forma. Sus ojos azules gritan descanso.

—¿Le compraste algo? — pregunto con curiosidad. Quiero saber qué eligió finalmente.

—¡Claro! ¿Cómo podría olvidarlo? —responde, sacando un pequeño bolso de regalo de un cajón. —Echa un vistazo… ¡Tarán!

Saca el regalo.

—¿Un libro de postres? —pregunto, confundida. Me esperaba un reloj, una corbata, algo clásico. Pero no era de esperarse, el abuelo de Daniel es especial. Fue el único que deposito toda su confianza cuando sus padres están decepcionados de no seguir el legado de abogados.

—Es la edición más actualizada. Mi abuelo ama hornear —dice—. Y sus galletas son deliciosas, pero sería bueno que pruebe algo nuevo. ¿Qué dices? —Ahora sus ojos me mirar con una expresión totalmente diferente, como si quisiera convencerse de su regalo es de acuerdo a la ocasión.

—Digo que, si no sales de aquí, no llegas a darle su regalo a tiempo. —“es un regalo muy especial” —pienso solo para mí.

—Gracias, Mara. Te debo una. Bien, vamos. — Empieza a guardar sus cosas con euforia.

—¿Tú no vas?

—Solo un par de minutos más, luego voy a casa. Tú ve primero.

Él suspira.

—Te conozco… solo, no te quedes hasta tarde. Necesitas dormir.

—Felicita a tu abuelo de mi parte. Dile que muero por probar uno de sus postres.

Se despide con una sonrisa. Entra al ascensor. Se va.

Yo me quedo. Vuelvo a mi trabajo.

Entonces vibra mi móvil. Un mensaje del grupo:

“¡Todos al bar de siempre a las 8! 🎉 Último viernes del mes, lo prometido es deuda 🍻 —Sara.

Sonrío, vencida. Miro el reloj: 7:15 p.m. A este paso, no llegaré otra vez.

Veo mi reflejo en la ventana. Estoy ahí, sola, mientras el mundo —y mis amigos— siguen girando.

Tecleo una respuesta.

“Hoy no puedo, pero pásenla increíble. Nos vemos el próximo viernes ❤️.” —Mara.

Apago las distracciones. Continúo. Justo cuando creo haber terminado, descubro que las correcciones que debía hacer el resto del equipo están incompletas.

Me llevo las manos a la cabeza. Estoy exhausta y frustrada. No puedo entregar la presentación así. Y, claro, la responsabilidad recae en mí.

Miro el reloj: 10:30 p.m. Sin pensarlo más, me sumerjo en las correcciones.

No sé cuánto tiempo pasó. El sueño me traicionó. Me quedé dormida frente a la pantalla. Al despertar, un punzante dolor en el cuello me recuerda la mala postura.
Aseguro que el archivo se haya enviado. Confirmo con un mensaje corto: “Trabajo listo”.

Recojo mis cosas. Salgo del edificio, todavía inmersa en mis pensamientos. Dudo en ir al bar. Sé que mis amigos deben seguir allí, riendo, bebiendo.

—Buenas noches, señorita Mara —dice Pepe, el guardia, sacándome de mi burbuja.

—Creí que esta noche se quedaba a dormir en la oficina —bromea, caminando hacia mí.

Y no me sorprende. Pepe me ha visto irme tarde más veces de las que quiero admitir.

—Descansa, Pepe —respondo, atravesando la puerta.

Me apresuro. El autobús de las 11:30 está por pasar. Si lo pierdo, tendré que caminar ocho cuadras hasta casa… ya me pasó una vez, y no fue una buena experiencia.

***

Dejo mis cosas en el mueble junto a la puerta. Por fin —pienso— después de un día eterno, estoy en casa.

Estoy agotada. El cuerpo me pesa. El hambre me carcome hasta los huesos y, por si fuera poco, no hay nada fresco para comer. La fruta y la verdura que compré hace un par de semanas ya dieron lo que tenían que dar. Si al menos me hubiese tomado el tiempo de guardarlas en el refrigerador, quizás se habrían conservado.




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