Somos demasiado jóvenes para dejarnos morir

Capitulo 14

Capitulo 14

Numero desconocido

No pude conciliar el sueño. Después de la discusión de anoche con mis padres, estar ahí, parada frente a ellos, intentando dar la cara por una batalla que esta vez no me pertenece, me dejó con un nudo en el pecho. Una sensación de asfixia difícil de explicar.

Por eso me fui de casa temprano, en cuanto el cielo empezó a aclarar. Caminé sin rumbo durante un buen rato, hasta que, sin darme cuenta, mis pasos me trajeron aquí: frente a la casa del señor Jesús.

Estoy sentada en la acera, mirando su puerta. Aún no me atrevo a tocar. Es demasiado temprano para molestar a alguien… y, la verdad, tampoco sé cómo justificarme. ¿Qué le diría? ¿Que mis pies me trajeron solos hasta acá? ¿Que necesitaba respirar?

—Pero mira quién tenemos aquí… —escucho de pronto, una voz cálida, ya tan familiar.

Levanto la vista. Ahí está, con una sonrisa que ilumina su rostro.

—Qué sorpresa, Mara —dice con alegría sincera en los ojos.

Me pongo de pie, algo avergonzada. Justo entonces me doy cuenta de que no estaba en casa. Lleva un par de bolsas en las manos, seguramente con cosas para el desayuno.

—Yo… solo salí a caminar —balbuceo, sin saber muy bien qué responder. En realidad, no tengo idea de por qué estoy aquí. Solo… llegué. Como si la gravedad me hubiera arrastrado hasta su puerta.

—Caminaste, caminaste… y terminaste aquí —repite él con una media sonrisa. No pregunta más. Solo asiente, como si entendiera perfectamente.

—¿Has desayunado? —pregunta.

Niego con la cabeza.

—Lo imaginaba. Vamos, entremos. Todavía está fría la mañana —dice, abriendo la puerta con una naturalidad reconfortante.

Me apresuro a ayudarlo con las bolsas. Me siento mal por no haber traído nada. Es descortés de mi parte. No me gusta presentarme con las manos vacías.

—Pasa, Mara. Ya conoces el camino. Pon eso sobre la mesa —dice animado, mientras se quita el abrigo y lo cuelga en el perchero.

Yo hago lo mismo con mi chamarra.

—Dime… ¿te gustan los hotcakes con miel o con mermelada? —pregunta mientras se dirige a la cocina con pasos decididos.

Lo sigo.

—Con miel —respondo, y por primera vez en horas, sonrío un poco.

Es la primera vez que entro a su cocina, realmente es hermosa, La cocina parece haberse detenido en el tiempo, se como si pudiera viajar al tiempo sin necesidad de una maquina del tiempo. Todo en ella respira una estética retro que mezcla encanto, simplicidad y una melancolía difícil de explicar. El tapiz de color menta cafe cubren la mitad de las paredes, interrumpidos por repisas blancas de madera que guardan tazas desparejadas, tarros de vidrio con etiquetas escritas a mano y pequeños frascos de especias alineados con un orden casi ritual.

El refrigerador, de esquinas redondeadas y color crema, es impresionante, lleva una insignia cromada que brilla como una joya antigua. La estufa, con botones grandes y números desgastados, aún funciona como el primer día, aunque cada tanto emite un crujido que parece venir de otra época.

Encima del lavaplatos, una cortina con estampado de cerezas ondea apenas con la brisa, filtrando la luz suave del atardecer. Sobre la mesa, un mantel de cuadros rojos y blancos cubre la superficie, y en el centro, una frutera de alambre guarda naranjas con la piel ya un poco seca.

Todo en esa cocina parece haber sido testigo de historias silenciosas: desayunos en domingo, conversaciones al calor del café, y recetas pasadas de generación en generación. Es un lugar donde el tiempo no corre, solo se acomoda entre los detalles.

—A mis nietos también les gusta con miel —dice Jesús con una sonrisa que suaviza las arrugas de su rostro.

Se mueve con soltura por la pequeña cocina, como si cada objeto tuviera un lugar exacto en su memoria. Conoce cada rincón, cada cajón, cada gesto necesario para que todo funcione sin esfuerzo. No le teme al movimiento, más bien parece disfrutarlo.

—Lavaré las fresas. Son deliciosas con hot cakes —digo, llevándolas al fregadero. Las enjuago con cuidado, tratando de recordar mentalmente cómo me enseñó mamá a hacerlo: sin apurarse, girándolas suavemente bajo el agua, quitándoles el polvo con paciencia.

—...¿Dónde está la tabla para cortar? —pregunto, sin alzar mucho la voz.

Él lo nota de inmediato, como si leyera mis pensamientos, y señala con un movimiento tranquilo hacia una alacena.

—Cajón de arriba, a la izquierda —responde mientras vierte la primera tanda de mezcla en el sartén caliente.

—Listo… ¿Cómo recuerdas todo con tanta precisión? —le pregunto mientras comienzo a cortar las fresas en trozos pequeños.

—Gretta me mostró dónde poner cada cosa. Decía que una cocina debe tener sentido, para que nadie se vuelva loco en ella.

Me detengo un momento. Es la segunda vez que menciona a Gretta. No necesito hacer muchas preguntas para entender. Desde el primer día que entré a su casa, noté que todo estaba cuidadosamente ordenado, casi como si el tiempo allí se hubiera detenido. Como si cada cosa en su sitio conservara el recuerdo de alguien. De ella.




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