Somos demasiado jóvenes para dejarnos morir

Capitulo 17

Capítulo 17

Prohibido holgazanear

Hace dos años

Tal parece que la mala suerte siempre me elige a mí.
He estado haciendo todo lo posible por mejorar en mi trabajo, por crecer cada día, por demostrarle a mi madre que esta es mi carrera, que este es mi camino. Pero quién diría que la Mara de dieciocho años le tendría tanto miedo al resultado de su propia elección.

Nunca me habría inclinado por medicina; el simple hecho de que un extraño deposite toda su confianza en mí me da pavor. Y sin embargo, ahora me doy cuenta de que tampoco tengo el valor suficiente para decir no, incluso cuando sé que lo que estoy aceptando no está bien.

Esta mañana llegó un comunicado a la empresa. Uno de nuestros clientes, que claramente no leyó las políticas ni las condiciones que manejamos, le pidió a mi jefe —con toda la cortesía del mundo— que si seríamos tan amables de reunirnos en su ciudad para firmar el contrato.
Y, entre todos mis compañeros —algunos con coche, otros con excusas bastante convincentes—, me eligieron a mí.

Estoy molesta conmigo misma.
Molesta por no haber dicho que no. ¿Tan difícil era negarse?
Y ahora lo estoy aún más. Podría estar en mi hora de comida, o adelantando algo de trabajo para mañana. Pero no: llevo más de dos horas esperando a ese cliente, en un bar que no conozco, en medio de una ciudad que tampoco conozco. Mi traje está hecho un desastre, tengo un dolor de cabeza insoportable, y el estómago me ruge desde temprano, porque no he comido nada. Para colmo, hoy decidí traer unos tacones… de los mil infiernos.

Estoy afuera del bar. Nadie se ha dignado a abrirme la puerta. Sola. Esperando.
Frustrada, marco a Christopher para saber que ha sucedo o si al menos el cliente se ha puesto en contacto con ellos, no puedo esperar toda la vida, menos cuando se esta haciendo de noche y tengo que viajar un largo tramo.

Pero nada.

Tal parece que lo está haciendo a propósito, y yo no puedo evitar pensar en lo malvado que puede ser alguien. Me dejo caer sobre el asfalto, rendida, agotada. Suelto un suspiro largo y apoyo la cabeza sobre mis rodillas.

No era tan difícil. El plan estaba claro desde el principio: Llego, saludo, pregunto por cortesía cómo se encuentra. Finjo una risa ante algún chiste malo —porque siempre hay uno—, y justo en ese momento deslizo el contrato. Él lo firma. Yo agradezco todas sus amabilidades, aunque ni un vaso de agua me ofrecieron. Me despido, y salgo de ahí justo a tiempo para aprovechar mi hora de comida.

—¿Qué salió mal? —me pregunto en voz baja.

Era perfecto. Pero lo que no contaba era que mi propio jefe quería hacerme quedar mal.
La llamada de Daniel disipa todas mis dudas.

—Mara, hola. Dime que no sigues ahí —susurra al otro lado de la línea.

—Sí. Aún no llega el cliente y el bar está cerrado. ¿Qué sucede, Daniel?

Escucho un suspiro pesado de su parte.

—El cliente nunca iba a llegar al bar… está aquí.

—¿Cómo que está ahí? Daniel, explícate —me levanto de golpe; sus palabras me han desconcertado.

—El cliente ha estado conversando con Christopher por horas. Pensé que te habías perdido o... Mara—

Cuelgo antes de que termine. Salgo del lugar sin mirar atrás. Retomo el camino hacia la oficina con el enojo mordiéndome las entrañas. Estoy frustrada, cansada. Christopher ha sido una fuente constante de caos desde el primer día.

El trayecto se siente eterno. El sol se ha escondido y las sombras comienzan a trepar por las calles. Podría haber tomado el camino fácil: volver a casa sin hacer escándalo. Pero, al parecer, esa nunca fue mi opción.

Después de una hora y media de trayecto, el autobús me deja a unas cuantas cuadras de la oficina. Al bajar, un dolor punzante en mis pies me sacude hasta los talones. Casi caigo sobre el asfalto.

—Odio los tacones —murmuro entre dientes—. ¿Por qué nadie se preocupa por hacer zapatos cómodos y formales?

Intento apresurar el paso, pero con ese malestar se vuelve imposible. Para colmo, las gotas comienzan a caer sobre mí. En cuestión de segundos estoy empapada. El agua golpea mi rostro, mi cuerpo, cada célula.

—Es en serio... mi día no podía terminar de mejor manera.

Corro lo más rápido que puedo. Entro al edificio y tomo el primer ascensor disponible. Aún quedan quince minutos para la salida. Me intento arreglar frente al espejo del ascensor, pero el desastre es evidente: el peinado deshecho, mechones pegados a la frente por la lluvia, la ropa empapada. El reflejo que me devuelve el cristal no parece el de una profesional, sino el de una sombra de lo que fui esta mañana.

Al abrirse la puerta, veo a Daniel. Se muerde las uñas. Está al borde de perder la cordura.

—¿Sigue ahí? —pregunto, caminando con decisión hacia la oficina.

Daniel me sigue de cerca.

—Se fue. Christopher quiere hablar contigo.

—Genial. Yo también tengo mucho que decirle.

El enojo me quema por dentro. Todo esto fue una estrategia suya para quedarse con el mérito. Quiere firmar ese estúpido contrato para que lo anuncien como el mejor negociador del año. Puro ego.

Camino con zancadas largas. Lo veo desde donde estoy: sonriente, hablando por teléfono, impecable en su traje planchado, como si no hubiese movido un solo dedo en todo el día. Me dan náuseas.

Entro sin tocar la puerta de cristal. Me observa de arriba abajo, sin ningún pudor. Aún sin colgar, me señala con el dedo con el mismo gesto petulante que hace siempre.

Dejo el contrato sobre su mesa con fuerza. El golpe lo obliga a incorporarse.

—Vaya... hasta que te dignas a venir a trabajar. Mara, ¿acaso no conoces el código de vestimenta? Estás hecha un asco.




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