Somos multitud

Aiden

Octubre, 2021

Moksha (hindú): concepto empleado para referirse a la liberación de las ataduras del karma y del ciclo de renacimiento.

 

Éramos tres; tres metiéndonos en problemas al secuestrar al perro del señor Peppers porque aunque señalara a Izan o a Kaia el amor incondicional que sentían por esa bola felpuda de pelos blancos, no podía negar sentir cierta satisfacción contenta al rascarle tras las orejas.

Éramos tres aceptando la consecuencia por haber saltado la valla para asaltar la planta de uva que nuestro viejo y mal humorado vecino protegía de los loros en la mejor estación de maduración, solo porque Kaia tenía una especie de adicción extraña por robar y comer de la fruta hurtada. Era su favorita en el mundo y una consentida que sabía bien cómo aplicar un poco de manipulación de hermana mayor, porque sí, aunque los tres hubiésemos nacido el mismo día, nadie podía quitarle o amenazar con destituirla de su liderazgo al ser la primera en nacer.

Y me cabreaba. Sus dones para ser la cabecilla de los tres me molestaba sabiendo que nunca le negaríamos nada o nos metería en problemas a raíz de sus descabelladas ideas.

Lo que más me fastidiaba en el día era que Izan jamás la contradecía o ejercía un mínimo de duda en darle su apoyo incondicional, porque como dije, éramos los tres o ninguno. Pero era una patada en la ingle, punzante, de esas que te obligaba a inclinarte a su voluntad en busca de disipar el dolor. Aun así, nos habíamos pasado un poco demasiado.

En casa teníamos dos reglas: no entrar a la habitación de nuestra madre ni intentar abrir su baúl secreto, donde confiscaba nuestros móviles a modo de leve castigo. No podíamos saltar esas normas por simple travesura o nos tendríamos que atener a un juicio donde mamá resultaba ser la peor jueza y Aarón, nuestro tío, se convertía en una especie de abogado que cumplía el rol de buscar una fianza o apelar al uso de oraciones suaves junto a las pruebas que encontrara de camino para conseguir nuestra libertad.

Habíamos quebrado las únicas dos privaciones de convivencia, simplemente porque la pequeña y caprichosa Kaia decidió estar harta de permanecer lejos de la pantalla de su teléfono móvil, y lo hizo por los tres, convencida de que tanto Izan como yo habíamos tenido suficiente de un castigo creado por el último ingenio salido de su cabeza.

—Es una tontería, Maya —Dijo Aarón, manteniendo los brazos enlazados como si la rigidez de sus músculos ayudase a revertir la severa decisión de mamá en quitarnos no solo los artefactos eléctricos, sino también la mesada y las reuniones con amigos.

Y no me importaba, de verdad no me interesaba en lo más mínimo perder el hábito de ir a por un café luego de clases, pero sabía que mis hermanos no estaban igual de dispuestos a tomar esa alternativa como una justa reprimenda para reparar nuestras actitudes de niños rebeldes.

Me la sudaba. Yo no tenía amigos. Todos los chicos que conocía eran un préstamo obsequiado por Izan, quién se veía reacio a separarse demasiado de alguno de nosotros y me obligaba a participar en la mayoría de sus actividades cuando yo solo quería volver a casa y holgazanear viendo televisión o planear mi próxima visita al salón de bingo junto a la abuela.

Sonaba como si tuviera cuarenta, cuando la verdad era que solo tenía dieciséis, y me daba lo mismo. Me agradaba perder el tiempo viendo a una decena de ancianos expectantes a que sacara la bola afortunada que completara una línea o cartón entero. Me gustaba oírlos pese a tener que ajustar mis audífonos porque algunos de ellos se comunicaban entre susurros. Sí, me sentía mejor estando con ellos, quienes en su mayoría tenían el mismo problema auditivo que yo, que permaneciendo con un par de adolescentes que al percatarse de los aparatos en mis oídos o empleaba el lenguaje de señas me veían medio raro.

Cuando Aarón se percató del silencio y la mirada sombría en los ojos castaños de mamá, dijo:

—Los chicos están arrepentidos y juran no volver a romper las normas bajo ninguna circunstancia —Asintió observándonos a los tres sentados en el mueble de la sala.

Podía simplemente señalar a la pelinegra sentada a mi lado y echarle toda la maldita culpa por qué después de todo había sido su idea. Sin embargo, no lo haría. Estábamos tan juntos en esto como lo estuvimos esos ocho meses y medio en el vientre de nuestra madre.

—Podemos abreviar el castigo enviándolos a limpiar el jardín del señor Peppers. Estoy segura de que necesitara ayuda para recoger las hojas —Argumentó la abuela, siempre cómplice de sus —hasta la fecha— únicos nietos.

—No —Contestó mamá, sus ojos clavados intensamente en nosotros, el enfado más que evidente en la mueca tirante en sus labios.

—Haremos servicio comunitario juntado mierda en la perrera —Dijo Kaia.

Fue un error, no su propuesta, sino la mala elección de palabras. Haber metido la palabra «mierda» no fue muy listo de su parte. Quizá si hubiese omitido su vocalización nos habríamos librado de dos semanas en prisión domiciliaria. Quizá —como una sugerencia a tomar— mamá se lo habría pensado, pues la perrera se encontraba a veinte minutos caminando y allí la ayuda era más que bienvenida. No obstante, eso no sucedió. Por el contrario, Maya se llevó una mano al pecho y hundió el entrecejo como si su enfado acabara de subir dos niveles más.

—No saldrán —Comenzó—, no recibirán ninguna visita de sus amigos o compañeros de clases. No habrá televisión, iPad o teléfonos para ninguno de los tres. Y por equidad, después de la escuela tomarán turnos en el mercado hasta que finalice, y si tengo una, solo una queja de Sasha les juro por su abuelo que no volverán a salir hasta cumplir veinte. ¿Entendido?

—Somos menores, ponernos a trabajar se considera abuso infantil —Dije tan bajo como pude calibrar.



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En el texto hay: hermanos, trillizos, humor comedia diversion

Editado: 01.09.2023

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