Sibilino (latín): persona misteriosa, incomprensible.
Cuando se hicieron las seis treinta de la tarde, la gente comenzó a llegar. Poco a poco los comerciantes fueron atendiendo y las filas de clientes comenzaron a crearse en los almacenes más solicitados, tal fue la tienda de la señora Clement. Para las siete tenía una fila delante de su mesa de al menos ocho personas y otras cinco sentadas a las mesas del centro; entre ellas el tío Aarón.
Soraya y Angélica Clement atendían en tanto Aiden ayudaba al hijo menor tomando solicitudes a los comensales.
Me agradaba el mercado, no tanto estar trabajando. Sin embargo, el señor Dicker prometió que si cumplía bien mi papel de dependienta, me otorgaría una propina. No era tan gruñón y mal hablado como muchos de los chicos aseguraban que era, con mis hermanos y conmigo resultaba ser todo lo opuesto. Quizá por la amistad añeja que mantuvo con el abuelo, o simplemente sabíamos tratarlo diferente a como lo hacía el resto de los adolescentes.
—… si vas a trocear más muestras, utiliza mondadientes o guantes. Los dejaré atrás —Avisó, su voz apenas un susurro ronco y perceptible.
Asentí observando a Aiden ocupado al otro lado de la instalación.
Ya había probado un poco de queso de cabra y otro pedacito de salami picante. Intentaba disipar el picor en mi lengua sorbiendo tragos de agua helada, mas no funcionaba como esperaba. El embutido estaba hecho para paladares fuertes y penosamente no contaba con uno.
—Niña —El señor Dicker chasqueo los dedos frente a mi nariz.
Parpadeé intentando centrar mi atención en él.
—¿Puedes llevarte las tablas de muestras fuera de la tienda? —Frunció el gesto, silenciosamente preguntando qué diablos pasaba conmigo.
—Acordamos que le ayudaría atendiendo —Recordé.
—No vendrá nadie si no prueban lo que ofrecemos. Ve, yo me encargaré del resto —Espetó, su tono serio.
Salí por debajo de la mesa y tomé las tablillas de bocados: una con una variedad de quesos que apenas conocía y otra de carne seca, cada trozo tenía un palillo con una etiqueta en miniatura donde se podía leer queso manchego, queso de cabra, entre otros que prefería omitir, como el queso con hongos. Su aspecto me resultaba nauseabundo y el olor resultaba demasiado arrollador para una nariz tan sensible como la mía.
Me acerqué ofreciendo el contenido a quienes pasaban. Un hombre de cabello cano y mirada serena fue el primero en acercarse y consultar por la elaboración del producto que tomó con ánimos de llevárselo a la boca. El señor Dicker respondió por mí, ambos compartieron una charla acerca del tiempo de fermentación y el buen sabor que tenían sus quesos. No entendí nada, por ello me alejé un poco más del puesto, ofreciendo a todo aquel que encontraba en la calle sólida.
De fondo se oía la voz dulce de un hombre recitando una canción e incluso podían oírse los murmullos de la gente caminando dondequiera que mirara. Avisté a Izan dándole atención a un grupo de señoritas y a Aiden hablando con Lionel, el menor de los Clement. Al cabo de unos minutos lo vi alejarse en dirección a la salida a toda prisa, en tanto la señora Clement lo observaba desde su sitio, ceño arrugado y una interrogante deambulando en sus ojos claros.
Pensé que el menor estaba escapando, que nos metería en serios problemas con mamá. Pero luego visualicé a Aarón, él permanecía sentado, relajado y bebiendo café, entre tanto observaba a Izan. Me aproximé ofreciendo los restos que quedaban en las tablas, sonriendo y mencionando la ubicación exacta donde se encontraba el sitio en caso de desear realizar una compra. Siempre el mismo discurso; fila dos, campaña seis de color naranja.
La viuda de Manso me detuvo antes de llegar al otro lado. Desde el fallecimiento de su esposo vestía de negro y apenas conseguía abandonar su casa. Sin embargo, en aquella oportunidad, la señora Olivia tenía su chispa encendida, un atisbo de sonrisa que llegaba a sus ojos grisáceos y sus mejillas se veían sonrosadas por un rubor que debía atribuirse al maquillaje.
—Niña Vásquez —Saludó y arrastró las hebras sueltas de su cabello rubio hacia atrás.
—Señorita Olivia —Ladeé la cabeza, devolviéndole el gesto con gracia.
—Pareces necesitar ayuda —Bajó su tono, intentando sonar cómplice—. ¿Qué tienes entre manos? —Consultó ojeando las tablillas de madera circular.
—Quesos y salamis. Los mejores del área —No mentí, realmente eran deliciosos—. Puede probar —Invité.
—Oh, no. Estoy cuidando mi peso —Gesticuló una disculpa en el aire.
—No debería, se ve grandiosa.
Era una aduladora, también demasiado buena mintiendo. No era que le hubiese mentido. Ella se veía estupenda, es decir, su cabello rubio suelto, esos pantalones de algún material calentito, la camiseta floreada bajo su chaqueta de mezclilla con interior de corderito y las botitas de invierno, le sentaban bien. Se veía muy impresionante para ser una mujer que casi rozaba los setenta y tres años con los dedos, y el maquillaje hacía resaltar sus ojos de gato. Demonios… Por la galaxia juro no haber mentido, mas la señora Manso tomó muy diferente mi tono, pues sus ojos se estrecharon de inmediato, viéndome como quien vería a un farsante en el acto criminal.
Por incomodidad, me removí e intenté llevarme el pulgar como siempre que me sentía atrapada, sin embargo, estaba ocupada con una tablilla. El objeto casi resbala de mi mano, pero ella la sostuvo a tiempo. Solo un cubo de queso naranja cayó al suelo.
—Estuvo cerca —Dijo ella, tendiendo un gesto cordial.
—Lo siento. Yo… No la entretendré más —Bajé la mirada, luego le sonreí con toda la sinceridad del momento y me alejé dando una gran zancada.
Odiaba ser tan… yo. No me interesaba ser medio lenta estando en clases o con mis hermanos, pero cuando lo era estando frente a los ciudadanos me sentía… mal, muy inconforme con mi ser. Por eso se me dificultaba hablarles a los chicos. Distaba de buscar pareja como lo haría cualquier adolescente o adulto, pero me habría gustado poder dirigirle la palabra a cualquier niño que no estuviese involucrado con mi círculo familiar. Simplemente resultaba difícil.