Al salir de clases, José, mi chofer, ya me esperaba con la puerta abierta del auto.
—Gracias, José —dije al subir.
—¿Directo a la academia, señorita?
Asentí mientras sacaba el teléfono de mi bolso y escribía un mensaje a Mael.
"¿Podemos mover la salida para la noche? Tengo que presentar un baile y no puedo faltar."
No tardó en responder.
"Sin problemas, linda. Así te saco a cenar."
No respondí. Guardé el teléfono y apoyé la cabeza contra la ventanilla, observando cómo la ciudad pasaba en destellos borrosos de luces y edificios.
Al llegar a la academia, lo primero que vi fue a Elena y Lucas, abrazados como si el mundo no existiera a su alrededor. No era celos lo que sentí, sino un golpe sordo en el pecho al recordar lo que Connor solía decir sobre ellos.
"Es que no se ven bien juntos."
"Lucas parece más su hermano que su novio."
"Ese tipo es demasiado aburrido."
Ahora lo entendía. No era que le importara su relación. Simplemente, él nunca fue un chico que me quisiera.
Sacudí esos pensamientos y saludé a mis amigos. Lucas se despidió de Elena con un beso en la frente antes de irse a su aula.
—¿Lista? —preguntó Elena, emocionada.
—Lista.
Esa noche presentaríamos una pequeña parte de El lago de los cisnes. No era la coreografía completa, pero para mí era suficiente. Apenas entré al salón de espejos, todo lo demás dejó de existir.
El baile siempre había sido mi escape.
Desde niña, la música fue mi refugio. Cuando tenía siete años, mi madre me inscribió en la mejor academia de danza de la ciudad. No porque creyera en mi talento ni porque quisiera apoyarme en algo que amaba, sino porque, según ella, "el ballet es bueno para el cuerpo y la disciplina."
Lo que para ella era solo una actividad más, para mí se convirtió en mi mundo entero.
Fue ahí donde conocí a Elena.
Ella no venía de una familia como la mía. Estaba en la academia por una beca, y muchas de las otras alumnas la miraban con condescendencia. Pero eso no le importaba. Desde el primer día, demostró que su talento valía más que cualquier apellido o cuenta bancaria.
La conocí en los vestidores, el primer día de clases.
Estaba sola, amarrándose las zapatillas con manos temblorosas. A su lado, un grupo de chicas murmuraban entre ellas, riendo disimuladamente.
Me acerqué sin pensarlo.
—¿Primera vez en una academia grande?
Me miró con desconfianza antes de asentir.
—No te preocupes. Cuando bailamos, nadie ve de dónde venimos. Solo lo que hacemos en el escenario.
Desde ese día, nos volvimos inseparables.
Años después, conocimos a Lucas. Era el chico de los libros, siempre con auriculares puestos y un cuaderno lleno de dibujos. No parecía el tipo de persona que se mezclaría con nosotras, pero un día, después de una presentación, se acercó y nos dijo:
—Ustedes no bailan. Cuentan historias con el cuerpo.
Fue la primera vez que alguien describió exactamente lo que sentía cuando danzaba.
Lucas también estaba en la escuela por una beca, y aunque su mundo giraba más en torno al arte que al ballet, se convirtió en parte de nuestro pequeño círculo. Él y Elena se enamoraron de la forma más natural posible, como si hubiera sido inevitable.
Y ahora, mientras giraba sobre la punta de mis pies, sintiendo la música envolverme, entendí por qué amaba tanto bailar.
Porque cuando danzaba, el mundo dejaba de doler.
No importaban los recuerdos de Connor.
No importaban las comparaciones con Sofía.
No importaba el peso de un apellido o las expectativas de una familia.
Solo era yo y la música, flotando en un espacio donde nada podía tocarme.
Al final de la presentación, mi pecho subía y bajaba agitado, pero mi alma estaba en paz.
Por eso amaba bailar.
Porque era lo único que me hacía sentir verdaderamente libre.
Mis padres nunca lo han entendido. Nunca han visto lo que yo veo en cada movimiento, en cada nota, en cada historia que el cuerpo puede contar sin decir una sola palabra. Para ellos, solo es un pasatiempo elegante. Para mí, es mi vida.
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La noche era perfecta. El cielo despejado, con un manto de estrellas que iluminaban la ciudad, y la brisa fresca hacía que el ambiente se sintiera acogedor. Mael había elegido un restaurante con vista al lago, un lugar íntimo, con luces tenues y música suave de fondo. Al llegar, me ayudó a salir del auto y me ofreció su brazo. Un gesto caballeroso que hizo que mi corazón latiera más rápido.
—Espero que te guste este lugar —dijo con una sonrisa, guiándome hacia nuestra mesa, que estaba decorada con velas y pétalos de rosa.
—Es hermoso, Mael —susurré, aún maravillada.
Nos sentamos y, en pocos minutos, un mesero apareció con una botella de vino y dos copas. Mael se encargó de pedir la cena, con una seguridad encantadora que hacía que todo pareciera sacado de una película romántica. Mientras esperábamos, nuestras miradas se cruzaban con complicidad. Sentía un cosquilleo en el estómago, una mezcla de emoción y nerviosismo.
—¿Por qué me miras así? —pregunté con una sonrisa tímida.
—Porque me encanta verte feliz —respondió, inclinándose un poco hacia mí. —Te ves hermosa esta noche.
Bajé la mirada, sintiendo mis mejillas arder. Mael tenía una manera de hacerme sentir única, especial.
La cena transcurrió entre risas y conversaciones sobre cosas simples: anécdotas de la infancia, gustos en música y cine, y los sueños que cada uno tenía para el futuro. Me sorprendió lo fácil que era hablar con él, lo natural que se sentía su compañía. En ningún momento me sentí presionada o fuera de lugar. Con él, simplemente era yo.