Al llegar a casa la luna estaba llena, detuve el auto, y bajé temblando.
Admiré el reflejo de la gran mansión, y lo pequeña que me veía yo ante ella.
Aceleré mis pasos y al entrar, cerré la puerta con todos sus seguros. Tenía el corazón acelerado, y la sangre se mantenía helada en mi interior.
Mi estómago se había cerrado a la idea de comer, así que sin dar muchas vueltas, corrí hacia la habitación donde me encerré.
Tenía ansiedad.
Y no sabría cómo dormir.
La sensación del miedo se instaló en mi alma.
Se vinieron a mí cabeza las posibles imágenes de muertes y mi piel se erizó.
No podría ser así.
La mitad de mi ser estaba ansioso.
Una constante contradicción de lo que podría ser y en realidad es.
Y recordar aquel retrato que detuvo mi corazón, con tan solo imaginarlo me obligó a hacerme un ovillo en la cama.
Sentía que algo iba mal conmigo.
¿Cómo pensaba siquiera en la posibilidad de enamorarme de un alma en pena?
Tenía la capacidad de amar lo imposible. Incluso era inevitable que me acercara a lo inexistente. Era una hoguera que clamaba en mí.
Pero si eso ocurría, nada iba a terminar completamente bien, y eso lo tenía tan claro que me asustaba. Me asusta la idea de un ser inexplicable a mí alrededor, y aún así sabiendo que con tan solo un retrato se detuvo mi corazón.
Y allí la idea de lo sensato y entendible me abarcaba.
Nadie podría vivir tanto. Jamás.
El hijo maldito de la luna llena.
La campanada resonó indicándome que estaba cerca.
La media noche era anunciada y la dulce melodía recorrería cada rincón de mi alma. Y cuando el suave compás dio inicio a la melancolía de lo que jamás fue ni habrá sido, mi corazón se detuvo.
Tuve que tomar asiento en la cama.
Tuve que morder fuertemente mi labio.
Apretar mis manos hasta clavarme las uñas.
Y aún así. Ese sentimiento continuaba.
El piano resonó con anhelo.
Algo me llamaba, algo dentro de mí me impulsaba a bajar ahora mismo y observarle.
Pero aún no podría.
Aún no me atrevía.
Era pronto para enfrentarme a la incertidumbre.
Así que suspiré.
Y bajo las mantas, me aferré como una pequeña niña a una imaginaria realidad.
Deleitándome con la melodía hasta que la misma cesó.
Hasta que los pasos crujieron en los escalones, y hasta que se detuvieron en la puerta de mi habitación.
Lo sentí allí, cerca y curioso.
Mi labios dejaron escapar el suspiro inevitable que intentaba controlar mi respiración.
¿Qué pasaría sin tan solo abriera la puerta?
Mi corazón palpitaba fuertemente. Estaba segura de que si no me callaba ahora mismo, me podría desmayar.
No sabía si me carcomía la angustia de la incertidumbre, o el ansia de la realidad.
Me sentía en un mundo alterno.
Un mundo en el que todo lo que antes era calma, se convertía en tempestad.
En lo que nada es lo que parece.
Y todo es en la escala de lo imposible, realidad.
Estaba segura de que mi respiración era escuchada al otro lado de la puerta.
Y que aquél hombre estaría dispuesto a entrar.
O tal vez no. Y simplemente era mi mente dando una mala jugada.
Si era un hombre, o aquél heredero, no entendía el porqué de haberme permitido estar aquí, en lo que es su hogar, invadido y a mí nombre como si él no fuera nada.
¿Por qué permitir que una joven cualquiera obtuviera un gran legado?
Si ése hombre era malo.
Estaba segura de que tuvo más de tres oportunidades para matarme.
Contadas las veces que me dormí en el sofá, que estuve sola, a su vista y como una apetecible presa que nadie escucharía gritar.
No entendía cuál era el afán.
En realidad, no entendía nada.
No comprendía como podría ser esto real.
Sabía que nada era imposible, y que el mundo estaba lleno de misterios.
Pero, ¿Por qué dentro de tantas cantidades humanas tenía que ser yo?
Había escogido este lugar sin saber antes una buena historia, y ahora me tocaba aceptar este pasado que continuaba siendo el presente.
Y cada palabra escuchada retumbaba en mi mente.
No sabía qué sería de mí luego de darle la cara a lo imposible.
Pero de lo que sí estaba segura, era de que tarde o temprano pasaría.
Y sólo rezaba para que nada malo sucediera.
Había un fuego en mi que clamaba, ese metal al fuego que se forjaba.
Ese algo me decía que debía enfrentar al que me llamaba.
Luego recordaba que en Ghöstery las paredes hablaban.
Y cuánta historia escondida sabrían las grandes capas.
Capa tras capa se escondió el corazón.
Y escuchando como se alejaban sus pasos, caí en un profundo sueño que le dio toda la calma a mí interior.
(...)
Desde los ojos de aquel que habita en la soledad, no existen los dilemas, las dudas, las indecisiones y los sentimientos encontrados al respecto de los demás.
Existe una zona de confort intocable.
Aquella en la cual ingresas y se ilumina todo con luces rojas indicando que todo está fuera de control.
Para aquél que habita en la soledad, y se ha acostumbrado y adecuado a ella durante tantos años, es un descontrol absoluto sentirse acompañado.
La vida en las sombras no es más que penumbra, y la penumbra no es más que soledad.
Cuando todos tus límites chocan entre sí, y lo que antes era innecesario comienza a hacer necesario, aquello a lo cual nos dirigimos como zona de confort explota.
Lo que no sabe el expectante es todo lo que siente aquél que indirectamente es juzgado.
No se puede explicar lo inexplicable, lo que nadie sabe.
Y no se podía creer en todo lo que uno escuchaba...
En Ghöstery bien saben, las paredes hablan, y más allá de un dicho, es una realidad. Cada persona tiene diversas versiones exageradas de una misma historia.
Lo peor de toda la situación, es que ninguna es real. Como se decía, no se puede explicar lo inexplicable.
Editado: 29.04.2023