Unas manos rodeaban mi cuello, el anhelo incesante del oxígeno en mis pulmones clamaba por piedad.
Mis ojos cerrados se sentían nublados, y mi respiración disminuía lentamente, al mismo tiempo que los latidos acelerados de mi corazón.
Eran manos frías, y a la vez calientes.
No llegaban a ser tibias, pero me hacían sentir herida.
Mi cuerpo no respondía a la más mínima queja de dolor. Por lo contrario, mi alma se retorcía dentro, y no sabía con exactitud cuándo comencé a sentir que tenía alma, lo único que sabía era que no quería sentirla.
Mis labios se sentían unidos, mis dedos congelados como pinceles, mis hueso unidos a la carne, y mi carne unida al dolor.
Sentía mi sangre bombear con fuerza.
Y como si aquel agresor no sentía mi dolor, intensificó la presión de sus manos en mi cuello.
Y no las alejó hasta que algo dentro de mí se retorció y mis ojos se abrieron de pronto.
Lo que estaba ante mí logró que mis labios se abrieran y ahogaran una exclamación.
Sentía mi garganta seca, y mis huesos frágiles.
Y aunque el aire que acariciaba mi piel era tibio, sentí un frío aterrador.
Ante mí un espacio, no uno cualquiera, era real.
Mis pies descansaban sobre lo que parecía arena pero no lo era.
Todo era blanco bajo mis pies y brillaba con fuerza.
Y a mí alrededor todo era oscuridad.
Decía que era un espacio, uno vacío y aterrador.
Y entre todas las sombras, y a lo muy lejano, una mano se agitó.
He allí el rostro borroso de una mujer, que señalaba con ansias la sombra escondida de un hombre.
Y cuando mis pies se movieron por voluntad propia hacia su reflejo, mi mano se alzó y mi corazón se detuvo.
Era alto, blanco como la misma luz bajo mis pies, cabello oscuro, y vestía elegante como en todos sus retratos.
Y cuando mi mano se congeló en el aire detrás de su gran espalda, su cabeza se movió y su perfil se iluminó.
Aquella mujer rodeada de una inmensa neblina, bailaba el compás travieso del dolor.
Un velo cubría su rostro, relucía entonces su figura borrosa, bailando al ritmo del latir de nuestro corazón.
Dos ojos, una mirada.
Un sentimiento, ninguna expresión.
Me sobresalté en la cama en el momento en el que la alarma de mi teléfono sonó.
No lograba distinguir nada, hasta que mis ojos pudieron tener visión.
Parpadeé varias veces hasta caer en cuenta de que me encontraba empapada de sudor sobre mi cama, la cual parecía impecable ante mí estado.
Salí de la cama agitada y abrí las cortinas.
El sol apenas salía y la luna apenas se escondía.
Y sin ninguna gota de sueño decidí tomar un baño.
(...)
Cuando abrí la puerta de mi habitación, la respiración se me entrecortó.
Recordé con claridad su perfil, era perfecto, era de piel blanca como la luna, y labios rosados, cejas pobladas y su cabello que parecía castaño oscuro y negro al mismo tiempo.
Solté un suspiro y seguí caminando.
Bajé las escaleras con cuidado, tenía el corazón tan acelerado que temía caerme.
Iba descalza, con un camisón que no logra reconfortar los escalofríos que me recorrían, pero aún así, seguí caminando.
Y al final de las escaleras terminé por ahogar un suspiro al ver una pequeña bola de pelos acostada.
¿Cómo había entrado?
Era un pequeño conejo totalmente blanco.
Me agaché frente a él, el cual estaba tan dormido que ni me había notado.
De rodillas acaricié su suave pelaje y fue entonces cuando su pequeña cabeza se movió, dejándome ver los ojitos más tiernos del mundo.
- Hola pequeño...- Dije con ternura.
Siempre fui amante de los animales, pero no pude tener uno jamás.
- ¿Cómo entraste sin que pudiese darme cuenta? - Se dejaba acariciar por mí sin problema.
Así que lo tomé en brazos y caminé con él hasta la cocina.
Donde cargándolo en brazos busqué una zanahoria.
Suponía que era su comida, o al menos era lo que siempre distinguía a los conejos.
- ¡Tienes hambre! - Casi muerde mi mano al verla.
Y ahogando la risa al ver a la pequeña criatura comer morí de ternura.
Decidí subir con él en brazos, ya que no tenía hambre, y me senté entonces al final del pasillo, frente al gran ventanal.
Y en lo que menos me di cuenta, el conejo volvió a dormir, aunque ahora sobre mis piernas con su carita metida a un lado de mis brazos.
¿Se podría pedir más ternura?
Mi cabello dorado rozó su pelaje al acercarme a él.
Fue entonces cuando al otro lado del pasillo escuché como se detuvieron los pasos.
Sin duda alguna me puse de pie rápidamente.
Con cuidado de no despertar al conejo que dejé sobre el sillón.
Vi un reflejo en la oscura mañana y mi corazón se detuvo.
- ¿Hola? - Logré preguntar en un suave murmullo.
Descalza y con la piel más erizada que nunca caminé.
Di cinco pasos hacia aquel lugar y con las manos heladas me detuve.
- ¿Hola? - Sin respuesta alguna me acerqué al borde de la escalera para seguir caminando al otro extremo del pasillo.
Sentí mi corazón martillar con fuerza en mi interior.
Y por un momento me arrepentí de estar descalza y con una bata que solo llegaba por la mitad de mis muslos.
- A veces siento que moriré al intento de obtener una respuesta, pero si eres un asesino serial que me espía desde el momento en el que llegué, solo no me hagas sufrir, es mejor morir durmiendo que despierta.- Y sin saber por qué solté semejante estupidez y con una gracia tan irónica, seguí caminando por el pasillo.
Me sentí loca, de pronto hablaba sola, vivía en una mansión, y tenía un conejo, soñaba con el hombre de los retratos y creía que era él quien me hacía sentir así, en esta situación.
Editado: 29.04.2023