Rubios cabellos...
Un olor tan fresco como el del anhelo.
Le recordó de pronto el olor del océano, y la brisa acariciando su piel, cuando el velero se iluminaba con la luna, y se agitaba con los calientes rayos del sol.
Su piel le recordó aquella sensación suave y pacífica, como las plumas de aquél lugar, donde solía pasar el tiempo, cuando con nadie quería estar.
Pero verla, ¡Tenerla! tan cerca, tan viva, tan bella...
Sintió que su corazón se aceleraba, como cuando era un niño y corría sobre la nieve, aquella sensación era parecida, a la de la felicidad, o a lo que él asociaba en momentos donde fue feliz.
La sostenía en sus brazos, y no sabía qué hacer, incluso había contenido el aire, no quería moverse, no quería soltarla, y no quería lastimarla.
La ansiedad se acumuló en sus venas.
¿Ahora qué debía hacer?
Saberse en una situación tan simple y compleja para él.
Pensó que en otra circunstancia, la hubiese tomado en brazos, tal princesa, y llevado a su recámara, donde la dejaría sobre su cama y con pañuelos de agua tibia trataría hacerla despertar...
Pero qué podría hacer.
Sintió miedo, y más allá de todo lo simple, sintió miedo de perderla, de perder esos pequeños momentos de humanidad, cuando claramente nada era normal en su vida.
Si ella huía, con ella se iba todo.
También tenía miedo de se quedara.
Pero más allá de la compañía, le temía mucho más a la soledad, aquella que lo había torturado por años, condenado y acompañado.
Así que sin pensarlo tanto, y enfocándose en lo que sí debía hacer, la levantó en sus brazos, y notó lo liviana que era tal delicada pluma de anhelos...
Tenía en sus brazos una belleza incomparable, algo que jamás había experimentado.
Esa sensación iba por encima de todo lo mundano.
Era tan hermosa como una musa, como una reina, como un ser caído del cielo para hechizarlo con tan solo una mirada.
Mientras caminaba, observó sus pestañas, sus cejas doradas, sus labios carnosos, rosados y perfectos, los pequeños cabellos que caían desordenados, el comienzo de su cuello, largo, fino, y elegante.
Recordaba entonces que estaba en sus ropas íntimas.
Y se sintió mal por romper su privacidad.
Aunque ella había llegado hasta él.
No había recordado a ninguna mujer con tan poca ropa que no haya sido íntimo.
O tal vez ya no acostumbraban lo que él se acostumbró a ver.
Su cabeza tenía miles de preguntas, pero las apartó todas con la duda de dejarla en su habitación, o en la de él.
Pero sintió que iba a romper más su privacidad entrando a un lugar que no le pertenecía, y más aún siendo tan sagrado como una habitación.
Así que caminó con ella en brazos hacia el último pasillo, y con cuidado de nunca golpear sus extremidades con algún objeto, se sintió en paz.
Cuando llegó a su habitación dio gracias porque la puerta estuviese abierta.
La luna se colaba por las ventanas y no hizo falta más iluminación.
La recostó con cuidado sobre su cama y un extraño pinchazo sintió en su corazón.
La acomodó lo mejor que pudo, pero no podía hacer mucho.
Las ropas que llevaba se habían corrido, y la piel de su hombro, ahora más brillante, estaba a la vista.
Él sin poder hacer nada más por temor, tomó una manta y la tapó del cuello hasta los pies.
Se giró en busca de algo que la hiciera volver a la vida, así solía citarlo su madre.
Y con pañuelos humedecidos de agua tibia, se sentó a su lado en la cama, y se permitió apartar el cabello de su cara.
Es hermosa.
Pensó una vez más.
Con la mayor delicadeza posible, limpió el sudor de su frente, sus labios se abrieron, y recordó entonces sus manos lastimadas.
Así que dejó el pañuelo al lado y con aún más delicadeza, tomó una de sus manos y las puso sobre la manta.
Sus dedos eran finos, largos como los de cualquier artista, pero extremadamente delicados.
Sus uñas estaban rojas, y reconoció el olor como el de la sangre, así que alertado giró su mano para contemplar la marca de las uñas en su piel.
Sus manos tenían sangre, no tanta, pero estaban las marcas de lo evidente.
Y sintió mucha pena cuando pensó que podría haberse hecho eso por su culpa.
Pasó con cuidado el pañuelo por sus manos, y las limpió, buscó un poco de alcohol y apretó los labios como si esto le fuese a doler.
Delicadamente limpió las marcas, y envolvió ésta en un pañuelo.
Al ver la otra mano hizo exactamente lo mismo, y cuando estaba terminando de hacer el nudo, la mano cobró vida y apretó con fuerza su mano.
Ahí su respiración se detuvo por completo, y sintiendo el golpeteo del corazón de la bella dama, y el suyo, la mirada de ella quemó sobre su piel, o así lo había sentido.
Alzó la vista y entonces pudo observar los ojos más bonitos del mundo.
Y fue entonces cuando tragó en seco y se quedó sin palabras, pues no las tenía desde hace mucho.
Pero si antes la admiró como una musa, pudo darse cuenta entonces que ella era mucho más que eso.
Y ese simple hecho, lo hechizó.
(...)
La humedad recorrió mi rostro, sentía un ligero escozor en mis manos, pero aún en el limbo de la inconsciencia lograba sentirme en paz.
Mi cuerpo estaba sobre una superficie tan cómoda y pacífica que no quería despertar.
No hasta que una mano tomara la mía, y siendo así como la electricidad propia, recorrió todas mis venas, se coló dentro de mí piel y envió un chispazo a mí corazón.
Mi instinto fue apretar su mano.
Y al abrir mis ojos de golpe solo quedé allí, con la mirada perdida en sus ojos, mi mente vagaba por su belleza, y mi corazón descarrilado, iba a mil por segundo haciéndome respirar como si de un maratón se tratara.
En la escala de todo lo imposible el tacto, su piel tibia y varonil, su mirada tan profunda que traspasaba mi alma, me hacían sentir en la realidad.
Editado: 29.04.2023