Alguna vez todo fue perfecto.
Mi madre vivía, mi padre sonreía y yo era amada.
Realmente fui amada.
Por mucho tiempo creí, que mi padre estaba conmigo por responsabilidad de haber perdido a mí madre, siempre lo vi así, nunca vi más de mi pequeña consciencia.
Era muy ingenua para entender que mi padre hacía muchos sacrificios por mí, y que lo había buscado todo para darme la vida que necesitaba.
Nunca guardé rencor, eso jamás.
Pero las niñas de las clases siempre murmuraban.
Por todas partes.
Y el cáncer no era una maldición.
Era una enfermedad que lamentablemente como otras, te va consumiendo hasta que un día...
Hasta que un día dices adiós.
Y más allá de un lamento, es una plenitud de saber a ese ser que amas en paz.
Decía mi madre que toda situación de vida podía ser una maldición o una bendición, solo como tú decidas verle.
Nos enseñó a ver cada mínima cosa, con verdaderos ojos.
"No importa lo que digan esas niñas Cassie, tú eres hermosa, y esto es algo que ellas no pueden tener..."
Y después de dar dos palmadas en mi corazón haciéndome recordarlo para toda la vida, la sentía cerca.
La muerte como toda circunstancia, también era vista como una bendición, o como una maldición.
Y al observar a Edmond, todas las palabras de mi madre cobraban vida.
Él se sentía maldito porque no había logrado amarse, no comprendía el sacrificio al que su madre y su padre se vieron envueltos para tenerle.
Él era todo lo que ellos querían en el mundo, en sus vidas.
Y eso era una gran bendición.
Desencadenó maldiciones.
Nadie puede ser feliz toda una eternidad solitaria en la penumbra del día.
Y sabía entonces que lo nuestro era mucho más que especial.
Él se había abierto a mí tal y como era, no escondía nada, no callaba nada.
Me enamoré de un hombre, un ser con más de cien años. Y sí, aquí estaba, no a sus pies, porque justamente me hacía sentir como una reina, por todo lo alto.
Observarle y perderme por horas eran dos cosas iguales.
Y esa palabra no podía detenerse.
Él era mi bendición.
Y diría como repuesta que yo soy la suya...
Movía sus manos con tanta pasión en el piano, que mi alma se estremecía.
Era tanto...
Explicaba con exactitud, con delicadeza; como todo lo que hacía, era detallista.
Pues ningún detalle se escapaba de sus manos.
Nos reíamos y no se quejaba de que lo hiciera mal tantas veces.
Era paciente, y conmigo mucho más que paciente...
Tomaba mis manos y las besaba para luego volver a explicarme.
Y le amaba, estaba muy segura de hacerlo, pues no era un deseo de amante, era un deseo de eternidad.
Teniéndolo a él no quería más nada, no me faltaba nada.
Él era mi otra mitad...
Y estaba segura de que eso existía.
Él me había enseñado, me había demostrado que era muy real.
Las almas gemelas existen.
Las otras mitades también.
El destino y la magia, colgadas ambas de un mismo hilo, cargadas de amor, de vida, de pasión... Todo en un solo latir, en un solo sentido, un solo corazón. Entrelazados por carne, sangre y electricidad.
Pues el amor es todo lo bonito e inimaginable...
Llevábamos toda la tarde en esto, me perdía en mis pensamientos al observarlo.
Lo mejor de que me enseñara a tocar piano era la manera tan puntual y profunda en la que me explicaba cada mínimo detalle.
Pausaba cada tres minutos al darse cuenta de que lo miraba anonada.
— Cariño...— Dijo con gracia.— Volviste a perderte en tu espacio...
— Es casi imposible no hacerlo.— Negué rápidamente riéndome.
— ¿Tu mente se distrae mucho junto a mí? — La picardía que acompañó a su voz hizo que mi piel se erizara.
Sus ojos grises me recorrieron y un sentimiento de malicia se adueñó de sus ojos.
— ¿Qué haces?
Se levantó sin decirme palabra alguna, y yo allí sentada frente al piano me quedé esperando.
Y había comenzado a poner en práctica todo lo que me había dicho.
Deslicé delicadamente mi mano por el piano y un extraño sonido salió de éste.
Los instrumentos hablaban.
Posé las manos cómo me había indicado y marqué lo que había entendido.
Y realmente sonó tan bonito que me sobresalté emocionada.
Toda hasta que sentí una mano recorrer mi espalda con suma lentitud.
Sin dudarlo me arqueé a su tacto y sonreí.
Al observarle traía un pañuelo en sus manos.
Alcé una ceja dudosa y él sonrió.
— ¿Qué me harás? — La curiosidad hizo mi cuerpo temblar.
Se agachó hasta que sus labios estuvieron en mi oído.
— ¿Confías en mí?
Su voz salió tan ronca que mi cuerpo revoloteó y cerrando mis ojos asentí sin dudarlo.
— Cassandra, ¿Confías en mí?
Sabía lo que estaba haciendo...
Conocía este juego.
— Sí...— Mi voz salió inaudible, y cuando supe que volvería hablar dije lo que él quería escuchar.— Sí, confío en ti, Edmond.
Sin verle supe que estaba sonriendo.
— Relájate.
Y con eso lo sentí despegarse para entonces atar la venda en mis ojos, era de terciopelo, y tan suave como para dormir con ella.
Aún así estaba tan tensa que lo único que se escuchaba era mi respiración entrecortada.
Sus manos se alejaron de mí, y luego sentí su dedo recorrer escasamente mi cuello, apartando el cabello a su paso y toda la línea de mi columna.
Cuando lo hizo me puse recta de manera automática.
Y sentí como su caricia bajaba a mis brazos para entrelazar mi mano y llevarlas juntas al piano.
Sin poder ver nada mis extremidades se tensaban...
Estaba temblorosa.
No por miedo.
Hizo lo mismo con mi otra mano y dejé escapar un suspiro.
Sus labios se posaron en mi cuello, y casi rozando dejó un delicado beso, al mismo tiempo que nuestra manos comenzaron a tocar.
Editado: 29.04.2023