Con la llegada de mi padre los nervios estaban a flor de piel.
No podía negar que era la primera vez que me sentía tan nerviosa con él...
Y no tanto por mí, era por Edmond.
Había ayudado a preparar una de las habitaciones de la visita para él y para Greta... Sino me equivocaba habían logrado venir.
Estaría feliz de ver a la pequeña Tyra.
Vicent había limpiado el camino, gracias a las últimas tormentas de navidad como las llamaban, eran las peores de la temporada.
Mi padre me había llamado al llegar a Berlín y de allí... Le tocaría recorrer un largo camino.
Estaba preparada para sus quejas, donde posiblemente insulte haber escogido un lugar tan alejado a la sociedad.
Y conociéndolo, vendría refunfuñando.
Faltaba nada para año nuevo, y luego de tres meses nos volveríamos a ver.
El tiempo pasaba rápido.
Sabía que salía con alguien, pero nada más de eso.
No sabría qué pensar.
Y no quería presionar a Edmond para lo que tenga que decir, había estado muy callado últimamente.
Cosa que aumentaba mis nervios.
Terminé de meter la bandeja al horno cuando un habitante algo curioso se posó en mis pies.
— ¡Manig! Ya sé por qué estás aquí...— La pequeña mota de pelos brincaba por todas partes, aunque ciertamente amaba escabullirse en mis pies.
Luego de verificar que el pastel estuviese perfecto, me giré arrastrando el pie con Manig para tomar una de las zanahorias que hace un instante corté.
— Ya puedes ser un conejo legalmente feliz.— Observándolo comer se me dibujó una sonrisa involuntaria.
Tomé los vegetales y aplicando todo en un recipiente junto a las papas ya cocinadas, sentí como alguien me observaba.
Al girarme Edmond se encontraba recostado al umbral, con los brazos cruzados.
Se veía aún más atractivo con el jersey, y sus pantalones de vestir, siempre negros...
Mordí mi labio reprimiendo una sonrisa.
Su cabello estaba sutilmente peinado y sus mejillas sin ningún vello.
— ¿Una buena vista? — Preguntó burlón.
— Sí, tal vez... Aunque podría estar mejor.— Mi voz salió con soltura esbozando una sonrisa en sus rosados labios.
Se acercó lentamente mientras me giraba.
— ¿Puedo probar esto? — Su voz estaba cerca, aunque no tanto.
— Sí claro, y me dices qué tal...
Y pretendía girarme nuevamente cuando sus manos acariciaron mis mejillas y sin preámbulos me besó.
Sonreí a través de sus labios y apoyé mi mano sobre la suya, en mi mejilla.
Se separó con delicadeza, dejando un pequeño beso en mis labios.
— Deliciosa, como siempre.— Mi piel se erizó ante sus palabras, y al abrir mis ojos los suyos estaban oscurecidos.
Negué rápidamente.
— Me engañaste.
— No lo hice.
— Pensé que hablabas de la comida.
— Pues a eso me refería.
— No lo hiciste.
Mis cejas se alzaron al asimilar lo que insinuó.
Y con las mejillas encendidas negué mientras continuaba ordenando lo que antes utilicé.
— Te quedaste sin palabras, querida.
Sonreí a pesar de mi sarcástica impresión.
Nadie me había dicho algo tan...
— Está divino, aunque no tanto como tus labios.
Al girarme tenía una cucharilla en su boca, y masticaba lentamente, saboreando.
Es hermoso hasta comiendo.
Y de momento mis nervios se iban y solo quedábamos él y yo.
Aquí y ahora.
— Lo importante es que la cena está lista.— Dije orgullosa.
— Lo importante es que vendrá tu padre.— Su voz sonó más seria de lo normal.
Me acerqué rodeándolo en un abrazo para así dejar un rápido beso en las comisuras de sus labios.
— Yo también estoy nerviosa.
Enterré mi rostro en su pecho inhalando con lentitud.
Sentí su mano acariciar mi cabello y como lentamente disolvía el moño mal hecho.
Besó mi coronilla y fue entonces cuando las pesadas puertas de Baumgärtner se abrieron.
Me sobresalté de manera inmediata.
— Ya están aquí.— Y como una niña pequeña salí a la espera.
La camioneta negra se deslizaba en la nieve y Vicent salía a la espera de mi padre.
Lo observé bajarse y mi corazón se aceleró, mientras me colocaba las botas para el frío.
Vicent tomaba las maletas.
— ¡Padre! — Grité como cuando llegaba a casa pequeña.
Y al verlo tan cerca mi alegría se elevó.
Sus ojos se humedecieron junto a los míos y sus cálidos brazos me rodearon, congelando un instante para siempre...
¿Existe algo mejor que estar en los brazos que toda la vida te han brindado seguridad?
Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas de manera inmediata, y mi corazón latía con la emoción del momento.
Sentí los brazos de mi padre apretarse con fuerza tratando de inmortalizar este instante.
— Mein kleines Mädchen...
Su voz salía con tanta felicidad que cerré mis ojos con fuerza.
Bailábamos mientras nos abrazamos.
Y cuando sus labios se pegaron a mí frente lloré aún más.
— No tienes idea de cuánta falta me has hecho.— Y observando esos ojos ahora brillosos, nos volvimos a fundir en un abrazo.— Mi dulce Cassie...
Una sonrisa se dibujó en mis labios y un susurro en voz baja me hizo abrir los ojos, mientras mi padre me abrazaba.
Unos pequeños y brillantes ojos que siempre me han encantado me observaban con gracia...
Tyra.
— ¡Princesa! — Exclamé aún abrazada a mí padre, quien al escucharme fue cediendo hasta soltarme.
No sin antes acariciar mis mejillas como cuando era pequeña.
Nos entendimos en una sola mirada, sus ojos verdes me hablaban siempre.
La pequeña Tyra me llegaba por las caderas, pero se veía hermosa debajo de toda la ropa que traía puesta para el frío dejando nada más a la vista sus ojitos.
Corrió a abrazarme y como pude la levanté en un abrazo.
— Cass, ¿Es verdad que este castillo es tuyo? — Preguntó con tanta curiosidad que no pude evitar sonreír.
Editado: 29.04.2023