Ghöstery, Alemania año 1910.
Las mujeres caminaban por las calles risueñas.
Para nadie era un secreto que la moda en Ghöstery era tan igual como en otros lugares del país.
A pesar de ser un pueblo alejado, las modas recorrían las calles hasta colarse por los periódicos locales que recorrían al pueblo.
La revolución de los vestidos calurosos con exagerados sombreros decorados de extravagantes tocados con rosas y plumas adornaba sobre todas las cabezas de las mujeres del lugar.
Al igual que las sombrillas, parecían más de adorno que de utilidad.
Tener una sombrilla se trataba más de elegancia que de uso esencial.
Así que caminaban sobrevalorando todo a su paso.
En un rincón del viejo pueblo, donde las tierras se congelaban ante tanta incertidumbre, un buen hombre, que maltratado por la vida guardó en silencio sus pesares, habitaba en la sombra oscura de la noche.
Rechazado por la sociedad y convertido en una blasfemia andante.
Para nadie era secreto su belleza.
En el museo más antiguo del pueblo reposaba una pintura del gran e imponente hombre, la habían titulado de una manera terriblemente despectiva.
Una generación maldita.
Las mujeres curiosas se asomaban con sumo cuidado a ese lugar.
Al cual solo los hombres acudían, ya que para las mujeres estaba prohibido.
Ese hombre era la descripción exacta de la belleza.
Tal vez religiosamente creían que así como la maldad se viste de negro, también se viste de la belleza.
Creían entonces que toda mujer que lo observase quedaría condenada a su belleza, haciéndose cercana a las tierras olvidadas y buscando a su paso salvar el alma perdida de aquél que a duras penas vivía.
Eran mitos, y viejos cuentos.
Cómo todo en Ghöstery, se creía que vivir de toda cotilla mantendría el morbo de sus vacías mentes infelices.
¿Por qué las personas se alimentarán de la maldad?
Eso era una extraña teoría de la humanidad.
De todo lo mano se jactaban.
Disfrutaban decir palabras necias sobre algo que siquiera sabían que existía.
Pero aquellas que habían visto para creer, eran juzgadas de locura total.
La sociedad tenía una extraña manera de ver las cosas...
Pero... No hablaré de eso, no en este momento.
Nieve...
Cuando la nieve cubría las calles todo secreto quedaba cubierto a su paso.
Secretos...
Los secretos de una dama jamás serían suficiente.
Y por esa razón, la nieve nunca sería suficiente para olvidarlos en el fondo de las calles.
Nada es eterno.
Así decía el viejo dicho que quedó olvidado en el rincón de la vieja cabeza.
En sus tiempos habría sido una hermosa joven de cabellos rojizos como su madre.
Algo habitual a falta del sol eran las pálidas pieles brillantes del lugar.
En esta mujer no había excepción alguna.
Por años había vivido con gran bienestar, una larga vida, con un buen hombre, y con hermosos frutos como lo eran para entonces sus hijos.
Se encontraba entonces arrastrando una madera vieja al frente de su casa cuando la luna llena brillaba.
No existía peligro alguno seguramente.
Las personas paseaban risueñas, los enamorados se tomaban de las manos y prometían amarse hasta el final.
Niños recibían reclamos por lo tarde que era y quería seguir jugando.
El frío aumentaba, y el gélido viento comenzaba a cobrar vida en la tempestad.
Con casi ochenta años la que fue en algún momento tan esbelta como una rosa cargaba la madera de lo que hasta no hace mucho había sido una pequeña puerta.
Su piel arrugada se erizó como cual joven al momento en el que el viento murmuró con fuerza a través de su cuerpo.
Su cabello ahora plateado y canoso se agitó con una gran e incontrolable fuerza.
Se giró entonces al instante por la sensación que recorría su piel.
La madera cayó de sus manos al girarse.
Pues al otro lado de la calle un hombre alto, de piel blanca como la luna, de presencia imponente y ojos tan grises e inconfundibles como el hielo la observaba.
Las palabras murieron en su boca y un frío abrumador comenzó a recorrer la piel de su espalda.
Se removió los ojos creyendo ver mal.
¡¿Cómo?!
El hombre bajó entonces la cabeza al sentir como la señora lo observaba y siguió su camino, dejando huellas a su paso, y convirtiendo su celaje en una gran capa negra.
La voz soñadora de su madre inundó a tal edad sus oídos.
— Hija mía... Por supuesto que tu padre no fue el único hombre, porque lamentablemente una vez mucho antes de conocerle, me enamoré, o creí estar enamorada...— Un suspiro abandonó sus labios.
Los pequeños ojos verdes de su pequeña se iluminaron.
— ¿Y cómo era él mamá?
Su madre sonrió con su preciosa detandura, todavía el cabello rojizo brillaba en su melena y su figura era tan esbelta con o sin embarazos.
— Él era perfecto.— Aquellos ojos zafiro se iluminaron con melancolía.— Su altura lo hacía ver como un sueño imponente y llamativo hecho realidad, pero no solo eso... Su mirada penetraba hasta en la más indispuesta flor...
«Sus ojos grises... Brillantes y anhelantes... Su piel blanca y luminosa, jamás veré una igual, y sus facciones tan finas y serias como ningunas otras. Imponía tanto, en cualquier lugar que se encontrase, que era una fuerza inexplicable la que te hacía sentirlo, verlo y percibirlo...
Los ojos de aquella pequeña niña seguían brillando como dos luceros.
La madre se limpió una lágrima sin que ella lo notara.
— ¿Y qué le pasó?
La sonrisa cargada de tristeza inundó su rostro.
— Era muy hermoso para ser realmente perfecto... Toda historia tiene su lado oculto y aterrador... Sólo, jamás iba a observarme como yo a él, y lo veía siempre que podía, pero él no estaba listo para nadie, y creo que tenía sentido que realmente nadie estaría a la altura de él, de su intelecto, de su belleza, dos palabras de él eran suficientes para la vida.
Editado: 29.04.2023