La luna de esa noche estaba oculta por completo entre las nubes, lo que dificultaba ver el camino; esto se acrecentó con mi vista nublada entre la lluvia y mis propias lágrimas. Un aire de lucidez arribó en mi cabeza de forma fugaz, me preguntó si acaso buscaba matarme, porque eso podría pasar si no reducía la velocidad. Pero esa otra parte de mí que estaba dominando, esa carcomida por la culpa, respondió que lo merecía. Mordí mis labios con tanta fuerza que el sabor a óxido de la sangre me invadió la boca.
Entre lágrimas incontenibles quemando en mis mejillas y la voz cantora de la niña que me aturdía los oídos, no resistí el impulso de cerrar los ojos un segundo. Al abrirlos de nuevo vi que ella estaba de pie frente al auto. El tiempo se congeló en el exterior, incluso noté que los vidrios se escarchaban y las gotas de lluvia se congelaban. De mi boca salió un aliento blanco mientras empezaba a temblar. Hacía frío, un frío antinatural.
Ella abrió ambos brazos al mismo tiempo que la sangre que nacía de su cabeza formaba un charco en el suelo que se extendía hacia mí. Fue el único líquido que no se congeló, porque hasta mi sudor lo hizo. Intenté pronunciar su nombre, pedir perdón, mas no tuve voz. De pronto desapareció de mi vista. Cuando la lucidez tomó el control de mi ser y el tiempo volvió a correr como antes quise pisar el freno, pero ella me abrazó por el cuello y susurró: sonríe.
Grité. Oí el chirrido húmedo de las llantas patinando en el pavimento mojado, luego un estruendoso «CRASH» que me ensordeció mientras el mundo empezaba a girar y me envolvía la sensación de estar en gravedad cero. El silencio se posó sobre mí y perdí el conocimiento. Mis recuerdos terminan ahí.
—Ya recordaste su nombre, ¿verdad, Mateo? —me dijo él con un hilo de voz tan tenue que me sorprendió haberlo escuchado.
Mis labios, resecos y cuarteados se abrieron. Quise llorar de nuevo, gritar y patalear, arrancarme el cabello con las manos y arañarme la piel hasta hacerme sangrar, pero estaba en shock y mi cuerpo no reaccionó al impulso. Titubeé sinsentidos murmurantes. No solo recordé el nombre de ella.
—Di su nombre, mi bien. Y no olvides sonreír mientras lo haces. Dilo.
—María —mascullé. Sonreír me fue imposible.
Segundos después escuché a Don Gustavo —quien se presentó conmigo como Slippy cuando me trajo aquí— producir un sonido que reconocí de inmediato. Me estremecí sintiendo una mezcla agridulce de esperanza y angustia: había cargado una pistola. Si él me dispara y termina con esta miseria por mí está bien, fue lo que pensé. Lo merecía. Mi vida no valía la pena. Cerré los ojos bajo la venda con el anhelo de que ese disparo fuera lo último que escuchara. Lo supliqué en silencio.
—Gracias por hacerla sonreír para mí por última vez —dijo Don Gustavo con voz profunda y gélida. Había alivio y amargura en ella.
El sonido de la bala destrozando algo sólido tras jalar el gatillo perforó mis oídos y me condenó a este infierno: él no me disparó a mí, pero puedo apostar mi vida a que SÍ mató a alguien. Ahora estoy envuelto en un silencio infernal que taladra mi interior segundo a segundo. He pronunciado su nombre hasta el cansancio, también el de su hija. No hay respuesta. Me aterra demasiado seguir moviéndome y que la venda se caiga de mis ojos, porque no sé si podré resistir verlo muerto frente a mí… empuño las manos, las ataduras me hacen arder la piel. No quiero pensar en lo que me aguarda ni el tiempo que esperaré hasta que llegue el final.
—Por Dios, Slippy, háblame. Por favor…
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Editado: 05.07.2019